Metas de modernización y prohibiciones ambientales
por H.C.F. Mansilla – Como era previsible la Cumbre de Johannesburg no ha tratado a fondo los problemas realmente serios que atañen al medio ambiente a nivel mundial. Este gigantesco congreso se dedicó más bien a discutir infructuosamente los mezquinos problemas de las tecnoburocracias involucradas en el nuevo y redituable negocio de la ecología. Ni se mencionó la base lógicamente muy endeble del desarrollo sostenible, el nuevo dogma de las organizaciones internacionales. Por ello no es del todo superfluo una breve reflexión en torno a los vínculos entre ecología, recursos naturales y demandas crecientes de bienestar colectivo, vínculos complicados por los procesos de democratización.
Frente a la marea actual de reclamos sociales y a los excesos de una democracia cada vez más frívola y vacía, una crítica radical de los decursos modernizantes nos ayudaría a comprender las fronteras muy estrechas de nuestro mundo eminentemente finito. Esto supone serias limitaciones a cualquier evolución donde está implicado un crecimiento continuo e incesante. Desde esta perspectiva se obtiene una visión más sobria y realista de los procesos de democratización en el Tercer Mundo, que han fomentado el surgimiento de demandas cada vez más exigentes de parte de los estratos menos favorecidos de la población, demandas, empero, que probablemente nunca podrán ser satisfechas del todo, por más justificadas que estén en los campos ético, religioso y político.
Enfoques críticos nos permitirían advertir lo complejo de una situación signada hoy día por la crisis ecológica y demográfica y, por ende, las falacias implícitas en las doctrinas del crecimiento irrestricto y del desarrollo sustentable. En este contexto es indispensable llamar la atención sobre el hecho de que todas las concepciones en torno a la evolución del Tercer Mundo parten aún hoy del axioma de que es posible y deseable un crecimiento ad infinitum; hasta las teorías más diferenciadas que dicen considerar criterios ecológicos, como las del desarrollo sostenible o sustentable, estiman que un decurso evolutivo calificable como positivo tiene necesariamente que incluir un incremento continuo del ingreso per capita de la población, una expansión de la estructura productiva, un aumento de la producción agropecuaria y un mejoramiento substancial de los servicios educativos y de la seguridad social. Aunque la euforia estrictamente industrializante ha amainado de manera perceptible en toda América Latina, todavía se puede constatar que los procesos de industrialización y urbanización conforman el núcleo de los designios modernizantes y, por consiguiente, la porción esencial de la (nueva) identidad colectiva en casi todas las naciones de Africa, Asia y América Latina.
Ahora bien, la casi totalidad de estos buenos propósitos, empezando por el de mejorar el ingreso promedio de los habitantes de modo persistente, conlleva mayores cargas sobre el medio ambiente y presiones crecientes sobre los recursos naturales y energéticos; ya sea para asegurar el empleo pleno o para mejorar la salud, la vivienda y la educación pública, se requiere indiscutiblemente de un incremento continuado –y hasta exponencial– del conjunto de la economía del país respectivo.
La realidad de un mundo finito con recursos decrecientes sugiere la muy alta probabilidad de que todos los intentos de una modernización completa para las naciones del Tercer Mundo permanezcan en el terreno de lo ilusorio o conduzcan a una catástrofe ecológica universal. Todas la ideas básicas subyacentes a estos grandes proyectos históricos provienen del acervo de la modernidad –la bondad fundamental de la industrialización y la urbanización, la índole no problemática del crecimiento económico incesante, la perspectiva de un progreso perenne–, y lo que ahora está en crisis es el fundamento mismo de esa modernidad.
Las teorías del desarrollo sustentable carecen de credibilidad porque los grupos que consuetudinariamente las han sustentado (planificadores de las burocracias estatales, partidos socialistas y socialdemocráticos, sindicatos e instituciones afines), han pertenecido durante largas décadas a los más fervientes partidarios del progreso material a ultranza, de la industrialización acelerada y de la modernización a toda costa y porque sus lineamientos teóricos fundamentales han exhibido hasta hace muy poco un marcado menosprecio por la temática del medio ambiente. Las alusiones al medio ambiente en todos los enfoques del desarrollo sustentable son periféricas; sus apelaciones a la protección de los ecosistemas son francamente marginales y están supeditados al crecimiento económico ilimitado a nivel mundial (para que los frutos del progreso material lleguen alguna vez a todos los pueblos del planeta).
Todas las versiones del desarrollo sostenible afirman taxativamente que el «crecimiento económico no tiene límites fijos». Además estos postulados propician un crecimiento constante de las economías de los países centrales para que hagan de «motor» con respecto al resto del mundo, sin considerar las enormes sobrecargas que todo ello significaría para los ecosistemas. La solidaridad con las generaciones futuras, que por suerte dejan entrever estas declaraciones, entra en contradicción con programas de desarrollo que no contemplan las limitaciones ecológicas y de recursos ya citadas, máxime si la meta normativa explícita es un grado de bienestar básicamente similar al ya existente en los países metropolitanos. Por lo demás, estos enfoques bienintencionados no despliegan una estrategia clara y enérgica contra la expansión demográfica, que junto al rol depredador de toda modernización, acorta sensiblemente el horizonte temporal dentro del cual se podría aún formular algún designio viable para salvar los ecosistemas en peligro.
El desarrollo sustentable a gran escala erosiona tanto las riquezas renovables como los bienes de fondo de índole finita e inelástica; de ahí que resulta una falacia la opinión tan generalizada de que primeramente se debería forzar aun más la explotación de los recursos naturales y los procesos de modernización, para luego ocuparse de la conservación de los recursos y de la protección al medio ambiente. Además todos estas teorías del desarrollo sostenible se destacan por declaraciones altisonantes con respecto a los enunciados teóricos generales y simultáneamente por estrategias específicas bastante confusas –tanto más cuanto más se acercan al nivel de la praxis cotidiana, donde el consenso sobre lo que se debe proteger y lo que aun se puede depredar se diluye rápidamente. Se trata, en el fondo, de enfoques armonicistas que presuponen ingenuamente que todos los dilemas mundiales y, por lo tanto, los problemas de desarrollo, aun los más graves, pueden ser integrados en una gran síntesis donde todo se resuelve finalmente en favor de la evolución expansiva del género humano.
También es pertinente recordar que los enfoques del desarrollo sustentable no se apartan de una lógica muy convencional, signada por el antropocentrismo, las reflexiones de corto aliento histórico y la carencia de genuinas alternativas en lo referente a las metas normativas. En ellos los factores finitos, escasos e inelásticos –como los recursos naturales, los ecosistemas y, en suma, el planeta Tierra– están subordinados a procesos de dilatación con tendencia a lo ilimitado e infinito, cual son el crecimiento demográfico, el desenvolvimiento económico y el incremento del nivel de vida. De acuerdo al common sense y a una óptica histórico-crítica, la cosa debería suceder al revés.
La modernización imitativa en las sociedades de Africa, Asia y América Latina ha significado un progreso muy reducido y problemático y ha conllevado, al mismo tiempo, la destrucción de sistemas de economía de subsistencia que tenían la enorme ventaja de estar bien adaptadas a medios ecológicamente precarios. Estas economías tradicionales gozan ahora de la reputación de haber sido proclives al estancamiento, al atraso tecnológico y al conservadurismo político. Lo rescatable de ellas estriba en su aguda percepción de la vulnerabiblidad de su medio ambiente, en su sentido de responsabilidad con respecto al futuro a muy largo plazo y en su visión ciertamente arcaica y simple, pero que ha tenido la inapreciable virtud de aprehender conjuntamente fragmentos de nuestra realidad, separados hoy en día por la alta especialización técnico-científica, y de comprender que ella es, después de todo, una sociedad de riesgo con porvenir inseguro. La falta de una perspectiva universalista de este tipo, que actualmente ya no posee relevancia socio-política, conduce a que las naciones del Tercer Mundo atribuyan una importancia muy reducida a sus problemas ecológicos, los que tienen, sin embargo –como en el caso de la devastación de los bosques tropicales–, una extensión cuantitativa y un nivel de gravedad superiores a aquellos de los países industrializados del Norte.
La crítica de la modernidad puede contribuir igualmente a entender que asuntos relativos a la ecología, en contraposición a la economía, poseen una inclinación a lo disfuncional, entrópico e irregulable, a lo difícilmente cuantificable y a lo paradójico, y que no pueden ser ni explicados teóricamente ni tratados razonablemente en la praxis según los conceptos convencionales asociados a los juegos del poder, al principio de rendimiento y eficacia y todos los modelos conocidos de ordenamiento democrático.
El cuestionamiento del racionalismo occidental (y de todos los fenómenos asociados a él, como la democracia) nos ayuda a comprender lo razonable de muchas concepciones y cosmologías premodernas, vinculadas a las tradiciones religiosas y a las prácticas arcaicas, que servirían para mitigar la furia destructiva que acompaña indefectiblemente a la razón instrumentalista. Hay que llamar la atención sobre las cualidades benéficas a largo plazo de algunos tabúes de origen religioso-bíblico, precisamente en el terreno de los recursos naturales y energéticos: estas prohibiciones, cuya transgresión era sancionada con toda la dureza de una fe antigua, promovían el cuidado ecológico de reservas territoriales, evitaban la sobre-utilización de animales y predios agrícolas, limitaban la violencia contra la naturaleza y preservaban áreas importantes de toda incursión técnica o militar bajo el manto de la santidad de ciertos espacios simbólicos. Hoy en día requerimos urgentemente de un tabú semejante con respecto a los bosques tropicales, para que una fuerza ético-política, con la autoridad que antaño tenían las creencias religiosas, ayude a proteger las selvas de millones de campesinos sin tierra, de la codicia de las empresas madereras, y en general, de las bendiciones del progreso material, lo que, a largo plazo, redundaría en provecho de toda la humanidad, resguardando, por ejemplo, una fuente riquísima de belleza natural.
H.C.F. Mansilla es un destacado politólogo boliviano; entre sus obras se destacan varios análisis sobre desarrollo sostenible. El presente artículo fue publicado en julio 2003.