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Pro logos: metáfora, ambiente, cultura


Guillermo Castro H.

Cuando de una concepción se pasa a otra, el lenguaje precedente permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se ha convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasada. Todo el lenguaje se ha convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasada.

Antonio Gramsci: Cuadernos de la Cárcel [1]

El análisis de los problemas que encara la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie demanda poner en relación entre sí dos planos distintos de contradicción. El primero es el del conflicto entre las aspiraciones de la economía humana y las capacidades de la economía natural: aquí se plantea, por ejemplo, la discusión sobre la capacidad de carga de los ecosistemas y la sostenibilidad de los procesos productivos asociados a los mismos, que nos remite a la disyuntiva de trabajar con la naturaleza, o contra ella. El segundo plano es el de los conflictos que tienen lugar entre diferentes grupos humanos que aspiran a hacer uso de un mismo conjunto de recursos para fines distintos y excluyentes, dando lugar a problemas políticos que deben ser resueltos mediante acuerdos entre organizaciones, garantizados por vía institucional.

El vínculo entre ambos planos de conflicto es el trabajo humano, que pone en contacto de manera productiva a la cultura y la naturaleza. Aquí, como señala James O’Connor, “se disipa el dualismo entre las interpretaciones culturales y ambientales de la historia y el paisaje”, pues al examinar desde ese vínculo cualquier paisaje cultural o estudiar cualquier sistema ecológico resulta evidente que no se trata de dos hechos separados, sino de uno solo “con tres facetas: cultura, trabajo y naturaleza”. [2]

En efecto, todo proceso productivo supone algún grado de reorganización del mundo natural, que a su vez opera a través de un reordenamiento de las relaciones dominantes en la vida social, y de las instituciones que norman esas relaciones. El resultado de esos procesos se expresa en paisajes característicos. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la transformación de los paisajes de zona rurales que pasan de una pequeña producción campesino diversificada a una economía de agrocomercial de plantación, como ha ocurrido en los casos del azúcar, el banano y la soja.

Prever, coordinar y conducir esos procesos de creación de nuevos paisajes hacia metas compatibles con la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie constituye una tarea de singular complejidad técnica, científica y política. Aquí, las Humanidades deben contribuir a la comprensión de esa tarea dentro del proceso mayor de lo que algunos en el siglo XIX llamaron “la historia natural de la especie humana”.

La capacidad de las Humanidades para cumplir este cometido deriva del importante papel que en ellas desempeñan, a un tiempo, la historia y la poesía. El aporte de la primera, por ejemplo, fue expresado por Donald Worster al señalar que, si bien las ciencias naturales pueden demostrar más allá de toda duda la presencia de una crisis en nuestras relaciones con el mundo natural, no pueden en cambio explicar a qué se debe esa crisis. Esa tarea, dice Worster, corresponde a la historia ambiental, en la medida en que ésta nos recuerda el carácter histórico que comparten la propia naturaleza, nuestras ideas sobre ella y los problemas ambientales que enfrentamos hoy como consecuencia de las intervenciones de nuestra especie en los ecosistemas de ayer.

Esa capacidad de las Humanidades se extiende, además, al análisis del papel que cumplen las metáforas en la formación del conocimiento del que nos valemos para actuar sobre nuestro entorno. La metáfora, como figura poética, alude simultáneamente a múltiples significados no excluyentes entre sí. Esto le permite resaltar aquellos factores de incertidumbre que nutren las situaciones de malestar en la cultura, roturando el sentido común de un modo que finalmente facilita el paso de la intuición a la certeza en el proceso de producción de conocimiento, y de traducción de éste en acción humana.

Esta cualidad de la metáfora opera con frecuencia a partir de intercambios de muy diverso orden entre campos distintos de la cultura y el conocimiento. Así, por ejemplo, la comprensión de nuestras relaciones con el entorno se ve facilitada al tomar en préstamo una relación sociocultural para aludir a la naturaleza como una madre generosa que trabaja para sostener a sus hijos, pero que puede también someterlos a duro castigo si éstos abusan de ella. Y, a la inversa, la noción misma de desarrollo –heredera a su vez de las precedentes de civilización y progreso, y de las fosilizaciones conceptuales correspondientes a la vida de la que surgieron– está construida a partir de una apropiación metafórica, por parte de las ciencias sociales, del concepto proveniente de la biología que designa el proceso de formación, maduración y muerte de los organismos vivientes.

La metáfora, sin embargo, alude y elude a un tiempo el sentido más profundo de aquello que resalta. Así, al atribuir a la naturaleza en su conjunto la capacidad de trabajar que caracteriza a una sola de sus especies –la nuestra– puede distorsionar nuestras capacidades de conocimiento del mundo natural. De igual modo, al excluir del desarrollo como categoría social y económica la muerte del organismo que se desarrolla, puede limitar nuestra comprensión de las contradicciones que animan el proceso histórico, y llevarnos a aceptar como natural lo que realidad deberíamos enfrentar como un problema político.

En esta perspectiva, el desarrollo sostenible emerge como una metáfora que alude al más importante factor de malestar en la cultura de nuestro tiempo: el agotamiento de aquella visión del mundo que, entre las década de 1950 y 1970, sintetizó en el desarrollo (sin adjetivos) la esperanza de que el progreso técnico y sus frutos llegaran a toda la Humanidad, para crear un mundo en el que el crecimiento económico sostenido garantizara bienestar social y participación política crecientes para todos. El hecho de que aquella construcción cultural se encuentre hoy en crisis no debe llevarnos a subestimar ni su importancia histórica, ni su permanente trascendencia.

El desarrollo como problema y como objetivo constituye uno de los grandes temas legados por el siglo XX a la comunidad mundial, cuya discusión tiene hoy más importancia que nunca. En ese marco, al relacionar entre sí los problemas del desarrollo y los de la sostenibilidad, esa discusión permite establecer con claridad creciente tanto el carácter como las distorsiones de que son objeto los dos. Así, resulta evidente que la principal de esas distorsiones se deriva de una confusión ilegítima entre el desarrollo como problema general, y determinadas condiciones históricas en el despliegue de ese problema.

En verdad, el único uso realmente legítimo del concepto de desarrollo viene a ser aquel que se refiere a la formación y maduración de nuestra especie, en su doble y simultánea dimensión biológica y sociocultural, a partir del despliegue de aquel rasgo que nos distingue: nuestra capacidad para el trabajo como medio fundamental de relación entre nosotros y con nuestro entorno natural. Por su parte, lo ilegítimo –esto es, lo que se elude– consiste en confundir el proceso general de desarrollo de los humanos con cualquiera de las formas históricas puntuales que ha conocido la organización de ese proceso, y que han sido relevantes para la historia del mismo en cuanto han contribuido a su despliegue, o han terminado por distorsionarlo y aun bloquearlo.

De lo que ya se trata, aquí, es de decidir si es posible constreñir el desarrollo humano a los límites que le imponga la preservación de las formas más extremas y aberrantes de una forma histórica de organización de las relaciones sociales ya agotada en su capacidad para sostenerlo –y que por el contrario amenaza incluso con interrumpirlo, al conspirar contra sus bases naturales de sustentación–, o si por el contrario ha llegado la hora de encarar de la manera más decidida la construcción de aquellas formas nuevas de socialidad que mejor se correspondan con el pleno aprovechamiento de las enormes conquistas que ha logrado nuestra especie en materia de ciencia y tecnología. Se trata, en breve, de pasar del problema sin solución de hacer sostenible una forma histórica particular del desarrollo, a encarar el problema verdadero de encontrar y construir las formas nuevas que hagan sostenible el desarrollo futuro de nuestra especie.

Hemos llegado a esta es la disyuntiva en virtud de nuestros propios logros como especie. La forma en que la encaremos definirá no solo nuestro destino, sino además el del Planeta en que ha tenido lugar nuestro desarrollo y, quizás, el de la vida en el Universo entero. Comprender y hacer comprender esto es, sin duda, el mayor aporte que pueden hacer las Humanidades a la tarea de poner todo el conocimiento al servicio de la sostenibilidad del desarrollo humano.

San José, Costa Rica, 21 de julio de 2008.

Notas:

[1] Cuadernos de la Cárcel, 2 (1930 – 1932), p. 150. Ediciones ERA, México, 1984.

[2] “The ecological history of Monterey Bay”, en Natural Causes. Essays in ecological marxism. The Guilford Press, New York, London, p. 83.

 

G. Castro Herrera es Licenciado en Letras y Doctor en Estudios Latinoamericanos y presidente de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental. Publicado en el semanario Peripecias Nº 106 el 23 de julio de 2008. Se permite la reproducción del artículo siempre que se cite la fuente.


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