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Ecologismo y ecología Política

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por Víctor Manuel Toledo.

SANTA MADRE NATURALEZA

Como fuente de inspiración de la falsa conciencia la naturaleza ha estado siempre presente. Levi-Strauss y otros autores han revelado los mecanismos por los cuales en las primeras sociedades la naturaleza operó como sustento fundamental en la elaboración de los mitos(1).

Por su parte Carlos Marx y Engels descubrieron, en su crítica a la religión y a la filosofía, las diferentes formas que toma el culto a la naturaleza como expresión ideológica del mundo moderno. En su evolución, el reflejo divinizado de la naturaleza dejó de presentarse bajo su forma arcaica, el mito, y devino ideología una vez que la sociedad ya sedentarizada y estratificada ejerció un cierto dominio sobre las fuerzas naturales. “Si en la mitología se expresa la coerción que ejerce la naturaleza no dominada -asegura Alfred Schmidt(2)-, en las formas de la conciencia ideológica se refleja el extrañamiento de las relaciones humanas, su cosificación en una potencia impenetrable, que domina fatalmente al hombre”. Como conciencia ideológica, la mistificación de la naturaleza apareció en todos los tiempos y todos los espacios donde se hizo presente la huella del hombre. Antes de que la tradición judeo-cristiana desplazara a la naturaleza y a sus elementos como objetos de adoración religiosa para colocar en su lugar al ser humano, prácticamente todas las religiones de la antigüedad le rindieron culto en las figuras de deidades y dioses. Lo mismo puede decirse de la filosofía: la divinización de la naturaleza tuvo una presencia capital en las obras de pensadores decisivos como Juan Jacobo Rousseau. Conforme el desarrollo del capitalismo dio lugar a una comprensión cada vez más objetiva del mundo natural, el conocimiento de la naturaleza logrado a través de la ciencia fue constriñendo y eliminando las diversas concepciones empeñadas en mistificarla. Hacia la segunda mitad del siglo XIX, con la obra de Darwin culminó un proceso de síntesis del conocimiento, y sentó las bases de las actuales ciencias de la naturaleza. A la luz del progreso técnico e industrial del capitalismo, el culto a la naturaleza fue perdiendo legitimidad como forma ideológica, ya que representaba una reacción hostil contra la técnica por parte de quienes querían conservar las formas precapitalistas de producción. Las últimas dos figuras relevantes de la filosofía seguidoras de esta corriente no alcanzan ya este siglo: Ludwig Feuerbach (1804-1872) en Alemania y Henry David Thoreau (1817-1862) en Estados Unidos. Con el siglo XX, el reflejo mistificador de la naturaleza quedó prácticamente reducido a las religiones no occidentales y a ciertas formas de esoterismo. La moderna sociedad capitalista, industrial y tecnocrática, dio fin a lo que Marx llamó, no sin razón,” la conducta infantil del hombre respecto de la naturaleza”.(3)

Aunque en sentido amplio la naturaleza es objeto de estudio de toda una gama de disciplinas científicas que van desde la climatología o la geomorfología hasta la botánica o la edafología, el desarrollo científico dio lugar a un campo del conocimiento específicamente dirigido a estudiar la estructura del mundo natural: la ecología. En su ensayo sobre la historia de esta nueva ciencia, Worster(4) cifra sus orígenes en el siglo XVIII con la obra de Linneo y otros naturalistas europeos, y en la teoría de la evolución de Darwin, su antecedente directo. Así, aunque el término de ecología apareció formalmente hasta 1866 formulado por Haeckel, la idea de abordar integralmente el mundo natural, partiendo de la hipótesis de que existen principios que rigen la interacción del mundo vivo y no vivo, es mucho más antigua. La obra de Darwin creó la necesidad de explicar con precisión cómo opera la economía de la naturaleza, ya que toda la teoría de la selección natural se basa en el supuesto de que la variación de los organismos expresada a través de la herencia, es seleccionada por el conjunto de fuerzas medioambientales. En las décadas siguientes, con la contribución de numerosos geógrafos, botánicos y zoólogos, la ecología adquirió carta de identidad al quedar establecido el concepto de ecosistema. Hoy en día, el avance alcanzado por esta ciencia permite el estudio sistematizado de la naturaleza y, lo que es más importante, ofrece elementos para evaluar con todo rigor la eficacia o ineficacia de los procesos productivos (primarios e industriales) en relación con los componentes, procesos y ritmos naturales. Ello ha venido a revelar dos fenómenos fundamentales: 1) La enorme irracionalidad e ineficiencia de la mayor parte de las estrategias productivas y tecnológicas y 2) el creciente deterioro de los ecosistemas, fuente última de toda producción.

PICNICS URBANOS

Aunque los primeros tratados sobre el tema aparecieron a finales del siglo pasado, y la primera revista especializada (Ecology) vio la luz en 1916, los resultados de la investigación ecológica permanecieron circunscritos a los medios académicos hasta prácticamente la mitad del siglo actual. La preocupación por una naturaleza dilapidada por la sociedad fue tema de importantes publicaciones como la de Marsh (Man and Nature, 1864) o la de Lewis Mumford (Technique and Civilization, 1934), fue con la aparición del libro de la bióloga norteamericana Rachel Carson, Silent Spring (Primavera silenciosa), en 1962, que la opinión pública moderna se vio profundamente conmovida. Escrito en un tono de nostalgia romántica como un llamado de alerta sobre el empleo masivo de los pesticidas químicos (en Estados Unidos la agricultura mecanizada llevaba dos décadas de utilizarlos), el libro de Carson contenía ya todos los elementos necesarios para que el antiguo culto a la naturaleza lograra renacer bajo una nueva piel. Su obra marcó el camino, con su concepción abstracta y pesimista, dosis sutiles de alarmismo, y un empleo cuidadoso aunque sesgado de la información científica, a todo el alud de publicaciones que aparecieran en los años siguientes: ni una palabra sobre el carácter histórico y social del conocimiento y de la técnica y, en consecuencia, nada sobre la posibilidad de modificarlos; el verdadero culpable de la crisis ambiental era “El Hombre”: todos y nadie. Imbuida de este sentimiento de culpa abstracta y universal, característica de las formas ingenuas del naturalismo, Raquel Carson dedicaba su libro “A Albert Schwitzer que dijo: El hombre ha perdido su capacidad de prever y de aprovisionarse. Terminará por destruir la tierra”, y lo iniciaba con dos epígrafes, uno de Keats (“Los juncos se han marchitado en el lago, y ningún pájaro canta”), y otro de E.B. White (“Soy pesimista respecto del género humano porque es demasiado ingenioso para su propio bien”). Pasado el boom editorial de Silent Spring, el segundo best-seller de la ecología fue el de otro biólogo norteamericano: The Population’s Bomb (1968), de Paul Ehrlich, que situó el debate de la destrucción ambiental sobre un plano más concreto y más sesgado políticamente. Si Carson se había concentrado en los problemas de la contaminación, Ehrlich examinaba lo que sería después otra de las principales banderas de la cruzada ecologista: el carácter limitado de los recursos naturales. Declarándose neomalthusiano, Ehrlich ubicaba la causa fundamental del agotamiento de los recursos y de la destrucción del medio ambiente en el crecimiento desmedido de la población. Su libro vendió más de un millón de ejemplares y estremeció la conciencia ciudadana de Estados Unidos y de otros países industriales con su tono alarmista y la aparente irrefutabilidad de sus datos. Alimentado por numerosos investigadores -entre los que destaca Barry Commoner (The Closing Circle, 1971)-, el debate de las tesis de Ehrlich quedó prácticamente inconcluso con la aparición, en 1972. de una nueva publicación que acaparó de inmediato la atención: el informe del equipo de investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts, dirigido por D.H. Meadows, para el Club de Roma(5). Dicho informe predecía, esta vez mediante el uso de modelos matemáticos y de las computadoras, un inminente colapso global en virtud de la sobrepoblación y el crecimiento económico. Finalmente, el cuadro de la creciente preocupación sobre el medio ambiente se completó en 1973 con la aparición, de dos libros: el de F. Schumacher, Small is Beautiful(6) una detallada y brillante crítica a la tecnología moderna, y el del agrónomo francés Rene Dumont, L’Utopie ou la Mort, (7) cuyo título es más que elocuente. Fue así como en un periodo de once años, los ciudadanos de las principales sociedades industriales se vieron rápidamente sumergidos en la preocupación y el debate sobre el medio ambiente. El año de 1972 fue clave en el vertiginoso parto: publicación de 3000 libros sobre medio ambiente, ecología y contaminación en Estados Unidos(8); desarrollo de una serie de debates internacionales organizados con inusitado éxito por la revista francesa Le Nouvel Observateur (9), aparición en Inglaterra del libro A Blueprint for Survival de Edward Goldsmith (fundador y editor de la revista británica The Ecologist), aparición en Italia de L’Imbroglio Ecológico de Paccino, y en México de Ecocidio de Fernando Cesarman. Sobre todo, ese año se celebró en Estocolmo la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, que vino a darle una dimensión universal al debate ecológico. Meses después el mundo vivió la llamada “crisis de los energéticos”, esto es, el incremento de los precios determinada por los países exportadores de petróleo.

En los años siguientes esta repentina explosión informativa se tradujo en la creación de numerosas organizaciones sociales y políticas. Para 1973 un estudio de la Agencia para la Protección del Medio Ambiente revelaba la existencia de unas 20, 000 asociaciones protectoras de la naturaleza en Estados Unidos; en Francia, la participación de los movimientos ecologistas en las elecciones presidenciales de 1974 abrió al ecologismo una perspectiva política. La organización internacional Los amigos de la tierra con sede original en San Francisco, California, pronto se extendió en París, Londres y otras ciudades del mundo, en tanto que importantes sectores sociales fueron movilizados para protestar contra diversas formas de contaminación, contra la industria nuclear, o simplemente para celebrar el Earth Day. Todo ello, como puede comprobarse, dentro de ámbitos exclusivamente urbanos de países industrializados.

LA MISERIA DE LA ECOLOGÍA

No hay discurso más legitimado por la moderna sociedad capitalista que el de los científicos, especie de modernos sacerdotes en un mundo donde la racionalización de la realidad es una práctica privilegiada. En las últimas décadas muchas de las preocupaciones latentes y de los deseos ocultos de las clases dominantes y/o privilegiadas, han venido a expresarse en las opiniones, tesis y nuevas teorías que sobre la realidad humana y social van engendrando los científicos naturales. “Las fallas del materialismo abstractamente científico-natural -dijo alguna vez Marx(10)- se ven ya en las concepciones abstractas e ideológicas de sus portavoces tan pronto como estos se arriesgan mas allá de su especialidad”. En las últimas dos décadas, el cientificismo, esto es la ciencia vuelta ideología, ha dado lugar a casos tan notables como las teorías racistas sobre el IQ. de A. Jensen, las pretendidas justificaciones científicas sobre el carácter inferior de las mujeres, o la recientemente formulada biosociología de Edward Wilson(11).

Con estos antecedentes puede explicarse por qué las consecuencias socio-políticas de la ecología, cuyos resultados constituyen sin duda alguna un novedoso bastión crítico de la racionalidad económica capitalista, han quedado hasta ahora desvirtuadas y neutralizadas por la vocinglería del ecologismo. Lo que debió desencadenar un vigoroso movimiento crítico de opinión y movilización por parte de los trabajadores, sus organizaciones y sus voceros, no ha pasado de ser un reproche intraclasista sin mayor efecto político. Importantes sectores de la política y de los negocios han estado auspiciando el debate ecológico bajo su actual ropaje, y así lo exhiben el tono y la intención del discurso ecologista: mesiánico, redentor, utopista, catastrofista, romántico, pesimista. En ello han jugado un papel preponderante tanto la reiterada pretensión de los científicos naturales (principalmente biólogos) por volverse críticos autorizados de lo que sucede en la sociedad, como el impresionante aparato de divulgación informativa encargada de amplificar y reproducir esta moda. Otro factor decisivo ha sido el acostumbrado relegamiento que los movimientos políticos de izquierda, ortodoxos o no, han hecho de los temas y los fenómenos de la ciencia natural moderna. Las ciencias sociales han sido larga y reiteradamente escudriñadas, criticadas y repensadas por el marxismo, en tanto que las ciencias naturales permanecen como un coto reservado para el pensamiento positivista y analítico-racional. Por ello mientras que prácticamente todos los movimientos anticapitalistas reconocen en el marxismo su arma teórica el sistema capitalista por lo general echa mano del aparato científico y tecnológico para defenderse, tanto en el plano de la producción como en el de la ideología. Así, contraviniendo su original naturaleza integradora, el marxismo se ha vuelta cada vez más una forma de economicismo; al soslayar los conocimientos e informaciones gestados en las ciencias naturales, ha olvidado que como fuerza productiva intelectual, la ciencia también puede entrar en conflicto con las relaciones de producción? El escamoteo que se ha hecho del enorme potencial crítico (hasta suversivo) de la ecología, es una consecuencia más de este vacío del pensamiento crítico moderno y las organizaciones que luchan por el cambio social. Al seguir los cauces de los canales dominantes, el discurso divulgador de los resultados de la investigación ecológica ha dado lugar a una nueva ideología de la naturaleza, lo cual, por lo demás, no hubiera sido posible, según ha señalado acertadamente Enzesberger(12), sin el correspondiente modelado que finalmente hacen del mensaje las necesidades, sociopsicológicas de los receptores.

No obstante los diferentes argumentos que se emplean para negarlos, los dos puntos más vulnerables del ecologismo son sus dos rasgos sobresalientes: su arraigo casi exclusivo entre los que podrían llamarse sectores privilegiados de la sociedad moderna, y el carácter superestructural de las motivaciones que dan lugar a la protesta y que movilizan a los individuos. En ambos fenómenos queda claro que quienes han hecho suya la lucha por la defensa de la naturaleza son precisamente los que más lejos quedan material y espacialmente de ella: burocracias políticas y diplomáticas, empresarios, industriales, universitarios y, sobretodo, las clases medias despolitizadas y masificadas de los países industrializados. Es decir, sectores urbanos cuyas actividades los sitúan fuera de cualquier relación productiva con el mundo natural. Las grandes masas campesinas del Tercer Mundo, por ejemplo, han permanecido fuera tanto del juego ecologista como de su discurso. Lo mismo puede decirse de los sectores sociales de los países industriales que tienen un contacto directo con los fenómenos naturales: ni agricultores, ni pescadores, ni productores forestales participan de manera importante en los contingentes ecologistas. ¿Es pues el ecologismo una legítima lucha por la supervivencia de todos los hombres, de la especie, como reiteradamente se afirma, o simplemente es una reflejo transmutado de un sector acostumbrado a permanecer incólumne en las recurrentes crisis y que ahora ve amenazada su existencia?

ADEMÁS DE POBRES ECOCIDAS

Del complejo y variado espectro de proposiciones que integran el pensamiento ecologista hemos seleccionado dos autores para ilustrar los rasgos generales y comunes: el biólogo norteamericano Garret Hardin y el psicoanalista mexicano Fernando Cesarman. En sus discursos, ambos tergiversan hábilmente la información, esquematizan la realidad hasta deformarla y, amparados por una supuesta validez científica, dan lugar a piezas ideológicas bien construidas. Son también extraordinarios reproductores de las angustias, las preocupaciones y los intereses de las clases dominantes, en los diferentes contextos en los que se mueven y a pesar de provenir de distintos campos académicos. Hardin es célebre por su neomalthusianismo extremo, su “ética del bote-salvavidas” y su libro sobre la nave espacial tierra (Exploring New Ethics for Survival, 1972). El mexicano Cesarman es autor de Ecocidio (1972), un estudio psicoanalítico de la destrucción del medio ambiente, Freud y la Realidad Ecológica (1974) y Yo Naturaleza (1981).

Introduzcámonos a los autores revisando lo que constituye uno de los paradigmas centrales del ecologismo: dado el carácter limitado de los recursos y el inexorable incremento demográfico (no se plantea aquí ni se cuestiona el orden social, las formas de producir, distribuir y consumir los recursos) la única solución deseable y factible es el inmediato control de la población. En el panorama demográfico, los países que más se reproducen biológicamente son los del llamado Tercer Mundo, y dentro de ellos los sectores menos privilegiados, las masas trabajadoras y los sectores marginados. Al reducir la compleja problemática que se da entre recursos y población a una cuestión meramente biológica que legitima el orden social vigente, la solución propuesta desde la “ecología” (control poblacional) se vuelve un nuevo intento de las clases dominantes por detener el amenazador incremento de las masas que no sólo agotarán los recursos de la tierra sino que -tal es el temor oculto- terminarán desplazándolas. No es posible aquí hacer una revisión detallada de la curiosa coincidencia entre la reaparición del problema de la población por boca de los ecólogos, y las acciones políticas desarrolladas sobre este tema por las grandes corporaciones y fundaciones(13). Baste señalar que tanto para Hardin como para Cesarman, la necesidad de un control demográfico inmediato y coercitivo es una obsesión permanente. En su artículo The Tragedy of Commons(14), Hardin argumenta que el problema de la población no tiene solución técnica y que las campañas concientizadoras de paternidad responsable son inútiles: “La gente varía, frente a los llamados a controlar la población, unos responden más que otros. Los que tengan más hijos producirán una fracción mayor en la siguiente generación que los que fueron más concientes. Esta diferencia será acentuada generación tras generación”. Echando mano de argumentos darwinianos, psicologistas y hasta de una cita de Nietzsche (“Una mala conciencia es una forma de enfermedad”), Hardin trata de demostrar que la “inconciencia” de los que se reproducen es heredable, y que por lo tanto la situación exige medidas represoras para controlar la natalidad. Hardin desarrolla entonces su ética del bote salvavidas”:

Metafóricamente, cada nación rica se encuentra en un bote salvavidas completo de gente comparativamente rica. Los pobres del mundo están en otros muchos más limitados. Continuamente los pobres caen al agua fuera de sus propios botes, esperando ser admitidos en los botes de los ricos para beneficiarse de los bienes de a bordo. ¿Qué deberían hacer los pasajeros de un bote rico ante esto?(15).

Arguyendo que las afortunadas minorías son los salvadores de una civilización cada vez más amenazada, Hardin contesta a su pregunta afirmando que es una responsabilidad moral para las futuras generaciones manter los recursos de aquellos que no tienen actualmente lo suficiente para poder vivir, controlando la reproducción de los pobres. Y claro está, sin compartir los botes.

Cesarman es también partidario del control de la población porque “la falta de comida en una parte muy importante de la población mexicana y de la población mundial es, básicamente, un problema ecológico”(16), y porque, como afirma en Yo Naturaleza (p. 72), “las predicciones de Ehrlich han demostrado ser las correctas”.(17)

El peor enemigo del planeta es el aumento violento del número de pobladores. Cada uno de nosotros somos un animal predador que vive devorando y ensuciando el medio… En la actualidad, la mayor de las expresiones ecocídicas es el tener muchos hijos.

Particularmente notable es, por clasista, su aseveración de que los campesinos no se sienten motivados a controlar su natalidad por “la indiferencia ante el concepto de lo trascendental de la vida humana y de lo importante de que todo continúe, así como la falta del concepto de que todo tiene que ser cada vez mejor”. Pero las teorías de Cesarman son más sofisticadas que las de Hardin porque parten de la tesis de que la crisis ecológica surge a consecuencia de un instinto ecodestructivo (descubierto por Cesarman), que existe en los hombres. Esta es la idea central de su libro Ecocidio los impulsos ecocídicos, como les llama, son fuerzas instintivas, reactivación es de una fantasía agresiva canibalista hacia la madre, (producidas por) el enfrentamiento con un medio de potencialidades rechazantes: “Aquí vemos expresada la realización de una fantasía inconciente de agresión al medio detrás de la máscara de la industrialización, de la ciencia y de la tecnología”(18). Desde la perspectiva reductora de este psicologismo, Cesarman rastrea el “instinto ecocídico” en el mito del diluvio (bíblico y sumerio), la leyenda del Popol-Vuh y el torrencial aguacero de macondo de García-Márquez. Concluye con toda ingenuidad. “Nuestros impulsos ecocídicos han estado presentes durante toda nuestra historia”. Por lo anterior, la crisis ecológica no tiene solución para Cesarman sino con un cambio del comportamiento de los hombres, es decir, mediante la transformación de su conducta ecocídica a una conducta ecofílica, Esta solución puede encontrarse -valga la solidaridad profesional- a través de los servicios terapéuticos de una minoría preservada de cometer ecocidio: los psicoanalistas:

Una pequeña parte de los 4 mil millones de habitantes que poblamos nuestro planeta en 1972 conocemos el problema por el cual estamos atravesando y nos damos cuenta de sus consecuencias… Sólo reconociendo nuestros impulsos ecocídicos podremos modificar nuestra agresión al medio. Son los psicólogos sociales, los psicólogos y los psicoanalistas los encargados de comprender nuestro comportamiento, los que estudian nuestras motivaciones y los que se dan cuenta del origen de los aspectos absurdos de nuestra conducta. Estos especialistas deben tener una participación mucho más activa en la imperiosa necesidad de enfrentarnos al problema ecológico.

En sus últimos artículos periodísticos, Cesarman ha introducido el término delincuentes ecocidas: “Hemos subrayado continuamente que el ecocidio es consecuencia de la conducta individual, pero es responsabilidad del Estado el establecer las normas para detener esta tendencia”(19). El análisis detallado del discurso de Cesarman, rico en joyas ideológicas, excede estas notas. Baste señalar que, como Hardin, también encuentra justificaciones “ecológicas” a la explotación capitalista, el orden social y al proceso de acumulación; y que bajo el pretexto de la ecología su pensamiento se vuelve un espejo que refleja fielmente los intereses de su clase:

La civilización y la sociedad, la tecnología y la industrialización nos han llevado lentamente a nosotros, pequeño grupo de privilegiados, a vivir mejor, pero pagando un precio terriblemente alto… Nos encontramos así, atrapados en la sociedad que nosotros hemos construido. Pero desde luego la solución no se encuentra en un cambio social espontáneo o como resultado inesperado de la evolución de las fuerzas que forman la sociedad actual.(20).

OTROS VERDES, OTROS ÁMBITOS

El ecologismo no es un fenómeno uniforme. Por ello conviene distinguir una corriente nacida y desarrollada en Europa, principalmente en Francia, Alemania y España, que asume posiciones mucho más politizadas y con un sesgo hacia la izquierda. Mientras en Estados Unidos el boom ecológico derivó en la formación de organismos sociales de protección a la naturaleza, grupos de automarginados impulsores de comunas (los eco-freaks) y nuevas tecnologías en armonía con el mundo natural bajo los auspicios de las grandes empresas, en las sociedades europeas -más politizadas y más en crisis-, la problemática medioambiental abrió encendidos debates públicos y dio lugar a los partidos ecologistas o movimientos verdes. Es interesante señalar que mientras en Estados Unidos los ideólogos del ecologismo son fundamentalmente científicos (la excepción es Murray Boochkim, filósofo anarquista autor de Ecology and Revolutionary Thought, 1970), en Europa, con excepción de René Dumont (agrónomo), el movimiento ha estado comandado por filósofos (Illich, Bahro, Harrich) y sociólogos (Gorz, Morin, Dutzchke). Nacido como un movimiento fundamentalmente anti-capitalista, el ecologismo de izquierda ha buscado erigirse, sin lograrlo, en una tercera opción dentro del polarizado ajedrez político europeo, “El modelo de sociedad que nos ofrecen socialdemócratas y eurocomunistas sigue siendo el de una sociedad jerárquica, tecnicista, centralizada y productivista” asegura el ecologista español Santiago Vilanova en su prólogo al libro de Dominique Simonnet, y agrega: “Si tomamos conciencia de que nada podemos esperar de los partidos de ‘izquierda’ cuando llegue lo peor, los ecologistas son la única esperanza en la sociedad post-industrial” (21). En ello han puesto especial énfasis sus ideólogos más destacados como André Gorz (bajo el pseudónimo de Michel Bosquet), para quien la crítica a la sociedad tecnoindustrial abarca por igual a las naciones capitalistas y a los países con socialismo real. Sin embargo, es precisamente esta pretensión la que viene a descubrir la superficialidad del discurso del ecologismo de izquierda y la ingenuidad y pobreza de sus principales tesis. Por el tono iracundo, ansioso y mesiánico de muchos de sus planteamientos, sus actitudes desbordantes y definitivas y la extracción social de sus militantes, el nuevo ecologismo de izquierda recuerda de inmediato a los antiguos movimientos anarquistas y utopistas. No obstante los incrementos de la votación recibida en Francia y Alemania y las nutridas manifestaciones que han tenido lugar en diferentes partes de Europa los movimientos verdes por lo que plantean y prometen, no dejan de ser más que la expresión radical de la ideología ecologista. Las posibilidades de que el ecologismo se vuelva un vigoroso movimiento de masas es remota. No es posible mantener vivo por largo tiempo un movimiento que invoca como argumentos de lucha, la segunda ley de la termodinámica o el equilibrio de los ecosistemas. Aun consignas más elaboradas como la acción contra el estilo de desarrollo o la industrialización, la autogestión productiva y la descentralización de la sociedad, son demasiado abstractas e imprecisas. No es casual pues, que las principales movilizaciones alcanzadas hasta ahora por los verdes giren alrededor de acciones concretas como los boicots a la construcción de las centrales nucleares. Sin embargo bastará que los gobiernos cancelen sus políticas de desarrollo nuclear para que el ecologismo quede también cancelado, al desaparecer los motivos de lucha. Por otra parte, como ha señalado acertadamente Simonnet, en la extrema escrupulosidad política y en la pureza ideológica se encuentran los límites políticos del ecologismo. Las medidas que en comunicación, administración y toma de decisiones requiere el movimiento conforme crece en número de militantes y conforme se extiende por nuevas regiones, se ven malogradas por el utopismo y el romanticismo de sus dirigentes temerosos de no reproducir los aparatos burocráticos de la sociedad y los partidos. Esta inmaculada posición con la cual los verdes se colocan al margen de la izquierda, encierra un rechazo a las masas de trabajadores, y al mismo tiempo opera como un escudo que oculta un vacío ideológico, la ausencia de un verdadero proyecto alternativo. Ni en los textos de teóricos como Gorz, ni aún en la Ecología Socialista (1977) de René Dumont (que es fundamentalmente una obra autobiográfica), se puede encontrar algo más que planteamientos utópicos, y llamados abstractos a la acción. La razón es simple, a pesar de que se invoca a la ecología como bandera de lucha, la defensa de la naturaleza no logra articularse como parte de la teoría del cambio social. Por ello el ecologismo de izquierda no es sólo una contracultura, y como tal una moda, una actitud, un sentimiento o una protesta, pero no una verdadera opción política. Quizás no haya mejor perfil del ecologismo de izquierda que su propio autorretrato: “Un adolescente con los pies sólidamente puestos sobre la tierra firme y la cabeza en las nubes, tal es el ecologismo. Inmaduro, insolente, ingenuo y sobre todo sensible” (22).

LA SELVA QUE SE VOLVIÓ HAMBURGUESA

Contra lo que habitualmente se piensa, los principales procesos de deterioro ecológico que sufre el mundo (desforestación, desertificación, pérdida de recursos energéticos, extinción de especies y contaminación) se encuentran no en los países industriales, mucho menos en sus polos urbanos, sino en los países del Tercer Mundo, particularmente en sus áreas rurales. La desforestación que en el mundo avanza a un ritmo estimado de 18 a 20 millones de hectáreas anuales, se concentra fundamentalmente en los ecosistemas tropicales de Africa, Asia y América Latina, de tal suerte que para el año 2000 los países subdesarrollados habrán perdido el 40% de sus masas forestales (23). Ello tiene repercusiones diversas de carácter climático, biológico, económico y sobre todo energético. Mientras que los países industriales, principales consumidores de petróleo, tendrán solucionados sus requerimientos energéticos en las próximas décadas no obstante el incremento en los precios de los hidrocarburos, los países del Tercer Mundo habrán de enfrentar serios déficits, dado que en muchos de ellos la leña sigue siendo la fuente primordial de energía. En Africa, por ejemplo, la población depende en un 69% de los ecosistemas forestales para satisfacer sus necesidades de combustible.

El proceso de desertificación con un ritmo de 6 millones de hectáreas anuales, incluye fundamentalmente la porción central y norte de Africa, las áreas húmedas y elevadas de Latinoamérica y una buena parte del sureste de Asia. Por último, del casi millón de especies vegetales y animales en peligro de extinción, casi las dos terceras partes corresponden a organismos de selvas tropicales. El caso de la contaminación no es del todo diferente. Las atmósferas de la mayoría de las ciudades europeas y norteamericanas son una “fuente de oxígeno” cuando se comparan con las ciudades más contaminadas de países subdesarrollados como México. Brasil o Venezuela. Todo ello sin incluir el prácticamente olvidado “smog rural” que tiene lugar por efecto de las quemas en las regiones tropicales al final de la estación seca, los altos índices de tolvaneras de las regiones semidesérticas desforestadas y el uso indiscriminado de los pesticidas en las plantaciones. A ello habría que agregar que muchas de las grandes corporaciones han comenzado a transferir sus industrias más contaminadoras a los países del Tercer Mundo, donde la legislación y la laxitud de los gobiernos ahorran la costosa instalación del equipo anticontaminante, tal y como ha sucedido en la India y varios países latinoamericanos (24).

No obstante que en los países subdesarrollados se concentra la mayor parte de la población del mundo, y la que más rápido crece, el elemento demográfico sólo es un factor secundario en el agudo deterioro ecológico que soportan para desgracia de las tesis ecologistas. Una aproximación más rigurosa revela que la primera causa del deterioro de los ecosistemas de esos países se encuentra en la dependencia, es decir, es una consecuencia del colonialismo, el neocolonialismo y el imperialismo moderno. En los nuevos tiempos del “apocalipsis medio-ambiental” se olvida que con el pillaje sufrido durante siglos, los hombres y la naturaleza de las antiguas y nuevas colonias europeas y norteamericanas fueron la base de la acumulación originaria de capital, y que todos esos imperios fueron levantados sobre los brazos explotados de millones de individuos y de sus ecosistemas. Es en la historia de este saqueo incruento y en sus repercusiones presentes, no sólo en la tecnología, la ciencia o la industria, donde se hallan buena parte de las raíces del ominoso panorama ecológico que hoy en día soporta el mundo. Así por ejemplo, la repercusión ecológica del colonialismo y el capitalismo francés en los países africanos del Maghreb (Argelia, Túnez y Marruecos) o del Sahel, en la desertificación que avanza a consecuencia de los cambios producidos en los sistemas de producción, la maquinización, el sobrepastoreo, la usurpación de tierras y, en fin, la proletarización de los grupos autóctonos (25). Las hamburguesas que los norteamericanos devoran a su vez, han devorado millones de hectáreas de ecosistemas centroamericanos, en donde hoy en día el 40% de las selvas tropicales han sido arrasadas para colocar los pastizales que alimentan a las reses requeridas por el mercado de carne estadounidense (26). Las compañías inglesas no dejaron en pie un solo pino de la costa atlántica de Nicaragua y junto con otras empresas norteamericanas y europeas extrajeron, la mayor parte de las maderas preciosas de las selvas de México, Filipinas y la Península Malaya. En tanto que la actual crisis ecológica de Indonesia es el producto del pillaje holandés, el desarrollo de la industria textil inglesa fue la causa del ecocidio sufrido por extensas porciones de Africa, Latinoamérica o la India, y la destrucción ecológica del 10% de la Amazonia es obra y gracia de una quincena de corporaciones multinacionales encabezadas por la de D.K. Ludwig (27). Y qué decir de Latinoamérica en donde para satisfacer sus necesidades las metrópolis europeas arrasaron millones de hectáreas de ecosistemas naturales para levantar plantaciones de caucho en Brasil, de cacao en Venezuela, de azúcar en El Caribe, de plátano en Guatemala y de algodón en El Salvador. Con el guano peruano, el salitre boliviano y el esfuerzo de miles de trabajadores, los campos de cultivo europeos fueron oportunamente abonados durante décadas, en tanto que los frescos camarones de origen mexicano que se sirven en las mesas norteamericanas destruyen cada año 700 mil toneladas de unas 200 especies de peces.

La jaula del subdesarrollo, como le llamó Galeano, no sólo es un infierno para millones de hombres, es también el mayor cementerio de ecosistemas y especies que existe en el mundo. La perspectiva que abre la introducción de la problemática ecológica de los países subdesarrollados al debate medioambiental, permite desenredar el intrincado nudo ideológico-político que representan los movimientos ecologistas de las sociedades industriales. Las luchas ecológicas que por siglos las masas campesinas, grupos indígenas y trabajadores rurales de las periferias subdesarrolladas han dado en defensa de sus propios recursos y en contra del capital nacional y transnacional, vienen a revelar algo que las particulares condiciones de los países centrales habían ocultado: la explotación de los trabajadores y la dilapidación de la naturaleza -las únicas fuentes de donde el capital extrae riqueza- no son sino las dos dimensiones de un mismo proceso. En un contexto donde la naturaleza ha quedado “invisiblemente” domeñada por las leyes del capital a través de la maquinación, la ciencia y la industria, en donde el costo ecológico de la explotación de la naturaleza se ha transferido a los países periféricos y en donde a los trabajadores les han sido abolidas sus “relaciones naturales directas” para formar el moderno proletariado industrial y urbano, la doble cara de la explotación se desvanece. Por ello, lo que debiera ser parte del discurso político de los trabajadores se ha venido a expresar (bajo la ideología del ecologismo), en una lucha de consignas abstractas contra fantasmas igualmente abstractos, ha sido trasladado del dominio concreto de la producción al etéreo mundo de las ideas. La pretensión ecologista de mantenerse “químicamente puros” de toda ideología política (y en particular del marxismo), esconde el temor de que su universo de preocupaciones quede invalidado a la luz de lo práctico-concreto. La politización del ecologismo (y en sentido estricto de la ecología) es recurrentemente evitada porque ello significaría su desaparición como fenómeno ideológico de los sectores privilegiados de las sociedades industriales. Bajo el encuadre político de izquierda, en cambio, las luchas por la naturaleza son finalmente luchas por abolir los procesos de producción que no sólo destruyen los ecosistemas sino que también explotan al productor. Por todo ello el ecologismo se ha empeñado en mantenerse al margen tanto de los partidos e ideologías de izquierda, como de la crisis ecológica del Tercer Mundo y sus movimientos políticos. Ello se hace más claro cuando se confrontan las posiciones adoptadas por los incipientes movimientos ecologistas de los países subdesarrollados, casi siempre de reciente aparición. En México, por ejemplo, el incipiente movimiento ecologista es también un fenómeno de los sectores medios urbanos, cuenta con el apoyo económico de un sector empresarial “consciente” (Grupo Monterrey y Fundación Domeq), se limita a reproducir el mismo discurso (denuncias contra la contaminación y la diversas problemáticas ecológicas ha pasado desapercibido. Tales movimientos incluyeron desde luchas indígenas en Oaxaca y Michoacán, en defensa de los recursos forestales, hasta luchas campesinas por el agua en Puebla y el Estado de México o contra la contaminación por petróleo en Tabasco (Pacto Ribereño), contra la contaminación y la desforestación en la provincia (Ciudad Valles), y toma de posiciones de diversos sindicatos urbanos (Nucleares, Pesca, Salubridad) y rurales (Plan de Ayala). El caso mexicano muestra con toda nitidez la existencia de dos tipos paralelos de lucha por la naturaleza y viene a descubrir un discurso y una perspectiva diferentes a las que, en torno a la problemática ecológica, se han hecho aparecer como las únicas posibles.

Como fenómeno político, las actuales luchas por la naturaleza no tienen solución de continuidad más que transformando al ecologismo en una verdadera ecología política. Ello implica superar la escisión que mantiene separadas las luchas de los trabajadores por abolir su explotación, de las luchas contra la explicación de la naturaleza. Este nuevo panorama sólo podrá alcanzarse mediante la doble confluencia -teórica y política- de los actores sociales que actúan separadamente una especie de obra fragmentada. En el plano teórico, implica la confluencia de la moderna teoría ecológica desarrollada por los científicos naturales con la economía política clásica, reconocer que ya no es suficiente la vieja oposición entre fuerzas productivas y relaciones de producción como explicación del desarrollo histórico, pues la creciente oposición entre las fuerzas productivas y las fuerzas de la naturaleza, por llamarla de algún modo, al parecer es también un elemento determinante. Esta nueva dimensión teórica debe ser avalada por la convergencia política de los movimientos verdes y las organizaciones gremiales y electorales de izquierda, y de éstos con los movimientos político-ecológicos de los países periféricos. Los intensos debates que están teniendo lugar dentro del movimiento ecologista alemán animados por el filósofo socialista Rudolph Bahro (28), correspondidos con recientes movilizaciones de solidaridad al Tercer Mundo, parecen indicar que ese es el camino.

De cualquier forma, la cuestión ecológica está llamada a ser cada vez más un asunto de fondo, pues llevadas hasta sus últimas consecuencias, las principales conclusiones derivadas de la investigación ecológica constituyen un nuevo e importante frente crítico de la sociedad contemporánea. Un frente que los movimientos progresistas y revolucionarios están obligados a hacer suyo. La ecología sólo podrá desplegar su enorme potencial crítico como parte del discurso político de los trabajadores del mundo.

NOTAS

(1) Claude Levi Strauss: Estructuralismo y Ecología. Ed. Anagrama 1974; Reichel-Dolmatoff, G.: Cosmology as ecologial analysis. Man 11, 1976.

(2) Alfred Schmidt: El concepto de naturaleza en Marx. siglo XXI Editores, 1976.

(3) En la reseña del libro de Daumer titulado “Die Religion des neunen Weltalters” aparecido en 1850 en Neue Rheinische Zeitung.

(4) Worster, D. 1977. Natures Economy, The Roots of Ecology. Anchor Books.

(5) Meadows, D.H.et. al. Los Límites del Crecimiento. Fondo de Cultura Económica, México, 1974.

(6) Schumacher, E.F. Lo pequeño es hermoso. H. Blume. 1977.

(7) René Dumont, La Utopía o la Muerte. Editorial Villalar. 1977.

(8) Sills, D.L. The environmental movement and its critics. Human Ecology 3. (1): 1-41 1975.

(9) “El año 1972 -afirmaba Jean Daniel presidente del debate- es en Francia el de la toma de conciencia ecológica”. Véase Herbert Marcuse et al: Ecología y Revolución. Ed. Nueva Visión 1975, que recoge las intervenciones de este evento.

(10) Marx, 19. El Capital. Vol. L. pág. 303, nota 4. Fondo de Cultura Económica, México.

(11) Véanse los ensayos reunidos en el libro: Science for the People biology as a Social Weapon. Burges, 1977.

(12) Hans Magnus Enzensberger: Crítica de la ecología política. En: Rose & (Eds.) Economía Política de la Ciencia. Ed. Nueva Imagen, México 1979.

(13) Véase Waissman, S. Why the population bomb is a Rockefeller baby. En: Eco-Catastrophe (Editado por Ramparts): 26-41. Confield Press, 1970.

(14) Garret Hardin: “The tragedy of Commons”. Science 162: 1243-1248, 1968.

(15) Hardin: “Living a lifeboat”. Bioscience 24: 561-68, 1974.

(16). Fernando Cesarman: “Ecología de la Pobreza”, unomásuno, 3-I-1981.

(17) Cesarman: Yo Naturaleza. CONACYT. México, 1980.

(18) Cesarman: Ecocidio. Joaquín Mortiz, México, 1972.

(19) Cesarman: “Filosofía ambiental”, unomásuno, 20-III-83.

(20) Yo Naturaleza pp. 28-29.

(21) Simonnet: El Ecologismo. Gedisa, Barcelona, 1980.

(22) Simonnet, op. Cit. p. 185.

(23) Reporte Global 2000 Informe al Presidente Carter. Washington, D.C.

(24) Hosier, R. et al. “Energy planning in developing countries”. Ambio 11 (4): 180-187, 1982; Eastmond, A. “Desigualdad y Contaminación”. Natuleza 12 (5): 271-272, 1981) y Antonio Elio Brailovsky y Dina Foguelman. “Multinacionales y medio ambiente” Nexos 27:9-21, 1980.

(25) Dresch, J. “Geographie et Sahel”. Hérodote 6: 54-75 1977; y del mismo autor: Un Geographie au Décline des Empires. Francois Maspero, París, 1979.

(26) Myers, N. 1981. “The Hamburger Connection: How Central America’s Forests become North America’s hamburgers”. Ambio 10 (1): 3-8; Shane, D.R. 1980. Hoofsprints on the Forest. Report prepared for the Off. of Env. Affairs USSD. Washington.

(27) Víctor Manuel Toledo, “El poder catastrófico de Mr. Ludwing o cómo se destruyen las selvas de la Amazonia”. Biología México, 1974.

(28) Autor de La alternativa una lúcida crítica al socialismo real, Bahro se enroló al ecologismo alemán y ha desatado una intensa polémica sobre ecología y socialismo.

 

Publicado originalmente en Nexos (México), septiembre 1983, aquí…