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Dejar de talarlos, volver a escucharlos

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por Paul Kingsnorth –

El axis y el sicómoro

Este verano les construí una casa en un árbol a mis hijos. Los adultos construyen casas en los árboles porque siempre quisieron tener una cuando eran pequeños, o porque recuerdan con cariño la que ellos tuvieron en su infancia. Los niños propiamente dichos son una preocupación secundaria. Yo la hice suficientemente grande a propósito, para que pudieran dormir dentro adultos. Cuando los niños se hagan mayores y se aburran de ella, mi mujer y yo tenemos planeado reclamarla. Quizá nos sentemos allí al atardecer a escuchar a los pájaros, o a observar cómo los zorros salen del seto y van otra vez en busca de los patos del vecino.

Construí la casa en un sicómoro que crece en el seto que rodea el terreno. No tenemos muchos árboles maduros en nuestra parcela, y este atrajo a los niños tan pronto como nos trasladamos aquí, al oeste de Irlanda. Tiene personalidad propia: se asoma al prado como si estuviese inclinándose a inspeccionar el suelo. Solían llamarle el árbol de las hadas y dejaban regalos en un pequeño agujero del tronco. A veces eran correspondidos.

Llevaba dos años prometiéndoles una casa en un árbol cuando por fin me decidí. Quería hacerla bien. Cuando construyes algo para tus hijos intentas asegurarte de que no se les va a caer encima o de que no los va catapultar al suelo desde una altura de once metros y medio. Ese tipo de cosas tiende a disminuir su confianza en la habilidad paterna para la construcción.

Pero había algo más que quería hacer bien. Muchos de los diseños de casas en los árboles que había visto implicaban colocarla justo en el centro del árbol, y eso a su vez suponía lo que eufemísticamente se conoce como «cirugía arbórea», que en lenguaje corriente significa «cortar un montón de ramas del árbol». La forma de nuestro sicómoro obligaba a quitar muchas ramas grandes si la casa se asentaba en el propio árbol. Algo en mí se oponía tajantemente. Me gusta este árbol: tiene una plenitud absoluta. No debe ser muy viejo y ni siquiera es una especie nativa (como si eso importara; tampoco lo soy yo), pero indudablemente es un ser vivo. No quería podarlo en aras de habilitar otro espacio más para los humanos.

Así que terminé construyendo la casa en el árbol sobre pilotes, apoyando la parte de atrás en el tronco, que sirve de escalera hasta una pequeña puerta. La casa tiene ventanas y un techado transparente para que uno pueda ver que está en lo alto de las ramas, y para que la luz se cuele dentro a través del follaje. No puedes entrar en ella sin escalar el terraplén y trepar por el tronco: la casa está adosada al árbol en lugar de asentarse en él. Solo tuve que serrar una pequeña rama. A los niños les encanta, y yo estoy orgulloso de que no se haya venido abajo. Asimismo, siento como si le hubiera hecho un servicio al árbol, y eso, de alguna manera, me parece tan importante como todo lo demás.

Antes de empezar a escribir este ensayo subí a la casa en el árbol y me senté allí, sobre el campo cubierto de escarcha. Disfruté construyéndola: los trabajos de construcción suelen ser más estresantes que relajantes, pero este caso fue una excepción. En lo alto del árbol tengo una sensación de paz que nunca siento en ningún otro lugar. Estoy seguro de que esto se remonta a millones de años atrás y corre por nuestra sangre de primates. Nuestros antepasados primates pasaron mucho más tiempo en los árboles del que nuestra relativamente joven especie lleva en el suelo, y construir una casa en un árbol ha revitalizado la oscura sospecha que albergaba desde tiempo atrás de que nunca deberíamos haber bajado de las ramas. Somos primates hechos para los árboles, y las ramas todavía nos acogen. Quizá todos nuestros delitos ecológicos sean el resultado de algún tipo de locura desatada al abandonar el dosel arbóreo. Quizá no podemos funcionar de manera adecuada aquí abajo. O tal vez simplemente es más difícil causar problemas estando en un árbol. Allí arriba no hay fuego, ni espadas. Es donde estaba el edén: en lo alto de las ramas, con los pájaros y los políporos. Los problemas empiezan al bajar

En 1949 el filósofo alemán Karl Jaspers acuñó una nueva palabra: Achsenzeit. Suele traducirse como «Era Axial», y se refiere al periodo histórico comprendido entre el siglo VIII y el siglo III a.C. Durante ese periodo, según Jaspers, cinco civilizaciones distintas, las de Grecia, Palestina, Persia, India y China, experimentaron profundas transformaciones que pusieron «los cimientos sobre los que todavía se sostiene la humanidad». En cada una, una combinación de cambios sociales, económicos y tecnológicos, incluidas la extensión de la metalurgia, la alfabetización, la urbanización y la economía de mercado, trastocó los viejos órdenes sociales y religiosos. Los filósofos y los pioneros espirituales, entre los que se encontraban Buda, Platón, Sócrates, Zoroastro, Elías, Jeremías, Confucio y Lao Zi, desarrollaron maneras novedosas y revolucionarias para entender el lugar del hombre en el mundo. Las jerarquías empezaron a desmoronarse, se cuestionaron las certezas y nuevas formas de ver y pensar surgieron de la confusión generada.

Lo más relevante de la Era Axial, de acuerdo a Jaspers, fue que esos cambios llevaron a las personas a ver el mundo en el que vivían de otro modo; puede que incluso modificaran la propia consciencia humana. El paso de una cultura rural, oral y comunitaria a una urbana, alfabetizada y más individualista propició que los pensadores y estudiosos de cada una de las cinco civilizaciones se pusieran a explorar la naturaleza del yo y empezaran a preguntarse qué significaba ser un sujeto humano en el mundo.

Dicho de otro modo, la Era Axial fue un periodo de colapso del que surgieron nuevas formas de ver y de ser. Cuando hace pocos años me topé por primera vez con la idea de Jaspers, me resultó extrañamente familiar. Evolución tecnológica imparable. Oleadas de guerras aparentemente interminables con armas aterradoras. Urbanización cada vez más acelerada y desaparición de las formas de ser rurales. Nuevos modos de comunicarse, hablar y pensar. Viejas jerarquías políticas y espirituales que no se ajustan a las necesidades actuales. Una sensación generalizada de miedo e incertidumbre a medida que el mundo cambia más rápido de lo que podemos contarlo. Se parecía mucho al mundo en el que yo estaba viviendo. Todavía lo hace.

Me pregunto si no estaremos atravesando una segunda Era Axial, esta vez alumbrada en Europa Occidental y Estados Unidos. Pensemos en las transformaciones que ha sufrido el mundo desde la Revolución Industrial, la Ilustración, o incluso la Reforma europea. Una maquinaria económica global, al principio en forma de imperios europeos y más recientemente bajo la apariencia de lo que llamamos globalización o desarrollo, ha irrumpido en las economías y culturas de prácticamente todos los rincones del planeta, extrayendo riqueza y atrapando a las personas en una economía de mercado mundial. En todos los lugares donde ha aterrizado esta maquinaria, los sistemas políticos y económicos locales han colapsado o se han encogido para ser reemplazados por distintas versiones de un único modelo: economía de mercado, estado-nación, régimen democrático bipartidista y centralista, medios de comunicación.

El poder corporativo se ha multiplicado y el lenguaje empresarial y las hipótesis de mercado han permeado aspectos de nuestra vida que eran impensables hasta ahora, desde las escuelas infantiles hasta las cocinas. La ciencia ha puesto patas arriba la religión. Internet ha revolucionado el modo como nos comunicamos y la velocidad de nuestras comunicaciones, y puede que incluso esté alterando nuestro esquema neurológico. La robótica y la informática se están preparando para reemplazar a los seres humanos en numerosas áreas. Las guerras se han vuelto ultratecnológicas y cada vez más desequilibradas. Y oleadas migratorias sin precedentes están provocando cambios culturales y políticos profundos, y escisiones en todo el mundo.

Esta es la historia de nuestro tiempo. No es una historia reconfortante. Más bien es el relato de un estado de convulsión permanente, de una tormenta interminable en la que parece imposible encontrar un amarradero. En esta segunda Era Axial, además de a las transformaciones culturales, también debemos hacer frente a las consecuencias de nuestro ataque continuo a los sistemas vitales básicos de la propia Tierra. Estamos pisando la superficie de un planeta vivo que a su vez está inmerso en un periodo de transición radical. Fuimos nosotros quienes, accidentalmente, iniciamos esa transición: un efecto colateral al crear nuestro nuevo mundo. Ahora tenemos que asumir las consecuencias.

Después de diez mil años de civilización humana, la segunda Era Axial está poniendo sobre la mesa cuestiones de una envergadura tal que no resulta fácil mirar hacia otro lado: ¿Podemos reconocer que somos la serpiente del jardín? ¿Podemos asumir la responsabilidad de nuestros abusos y empezar a enmendarlos? ¿Es eso siquiera posible? ¿Podemos cambiar? Quizá esta sea nuestra última oportunidad de plantearnos estas cuestiones y tratar de darles respuesta. Cambio climático, Sexta Gran Extinción, deforestación, agotamiento de los suelos, acidificación de los océanos, deshielo: los pilotos de alarma llevan mucho tiempo parpadeando en rojo. Es demasiado tarde para planificar el futuro o para lanzar advertencias sobre él. El futuro está aquí. Ya vivimos en él.

Al observar estas transformaciones y estas amenazas tendemos a adoptar unas determinadas formas de hablar, que surgen a su vez de ciertas maneras de ver. Utilizamos el lenguaje de la ciencia y la economía; el lenguaje de la política; el lenguaje del odio y la superioridad moral, la culpabilidad y el juicio. Hablamos de partes por millón de carbono y de nuestra responsabilidad hacia las generaciones futuras. Hablar de este modo es fácil; es lo esperable. Pero he llegado a la conclusión de que en gran medida resulta inútil, y no solo porque nadie esté escuchando. No sirve de nada porque no llega al meollo de la cuestión.

En la segunda Era Axial, como en la primera, los verdaderos interrogantes que hay que responder no son cuestiones de política, economía o moralidad social. Son cuestiones sobre lo que falta en todas esas conversaciones y en el mundo que hemos construido. Son cuestiones sobre lo que tiene sentido, lo que importa, lo que es más grande que nosotros, y sobre cómo deberíamos actuar ante ello. Y esas, nos guste o no, son cuestiones religiosas.
Traducido por Sara Plaza. Publicado originalmente en Civallero & Plaza, 23 de mayo 2017, aquí…