gestion_ecologia

Una nueva ética del bien común

Disminuir tamaño de fuente Aumentar tamaño de fuente Texto Imprimir esta página

por Franz Hinkelammert – La supervivencia de la humanidad se ha transformado en un problema ético. La reducción de toda ética a juicios de valor ha dado cancha libre a la destrucción del ser humano y de la naturaleza. La reducción de la ética a juicios de valor supone que la ética es una pura decoración de la vida humana, de la cual también se puede prescindir. Hemos prescindido de la ética y nos enfrentamos a la autodestrucción. La calculamos bien y la llevamos a cabo con eficacia. Cortamos la rama sobre la cual estamos sentados y estamos orgullos de la eficiencia con la cual lo hacemos.

Esta ética, hoy, parte de algo de lo que éticas anteriores no partieron y de lo cual probablemente no podían partir. Se trata de los efectos indirectos de la acción directa. Que hoy la ética tenga que partir de estos efectos es un resultado de la propia globalización del mundo. Al ser ahora la Tierra global, la acción directa produce efectos indirectos de los que se derivan amenazas globales. Hoy la ética tiene que asumir estos efectos indirectos, de lo que resulta una ética del bien común diferente a las éticas del bien común anteriores.

La acción directa se constituye por decisiones fragmentarias y particulares de producción y consumo, de investigación empírica y desarrollo y aplicación de tecnologías. Todas éstas son acciones medio-fin, calculables en términos de costos-beneficios, coordinadas por relaciones mercantiles y cálculos correspondientes de eficacia (ganancias, tasas de crecimiento del producto). La modernidad (en todas sus formas: lo que incluye al socialismo histórico) ha reducido lo más posible la acción humana a este tipo de acciones directas. Medida así, la racionalidad de la acción directa se juzga a partir del logro del fin fragmentario, calculando los medios por sus costos. Como los medios son fines de otras acciones directas, aparece un circuito medio-fin en el que todas las relaciones medio-fin están interconectadas por acciones directas fragmentarias.

Toda acción directa conlleva efectos indirectos que pueden ser positivos: un proceso de producción puede repercutir sobre otro fomentándolo en alguna de sus condiciones –las propias relaciones mercantiles pueden conllevar tales efectos indirectos positivos en cuanto propician incentivos a la producción, al intercambio de productos y a su abaratamiento. Pero los efectos indirectos tienen también otra cara, la de su destructividad. Cada producción conlleva una destrucción, cada persecución de un incentivo mercantil conlleva una destrucción de razones humanas para vivir en convivencia. Para producir un mueble de madera hay que destruir un árbol; para producir determinados refrigeradores hay que soltar determinados gases contaminantes a la atmósfera. Éstos son efectos indirectos de la acción directa que se acumulan tanto más cuanto más se hace redonda la Tierra; cuanto más la acción directa se desarrolla –algo que hoy, demasiado pronto, se llama progreso– tanto más la Tierra se globaliza. Por tanto, los resultados de los efectos indirectos se acumulan y aparecen las amenazas globales de la exclusión, del socavamiento de las relaciones sociales y de la crisis del ambiente. Deja de haber contrapesos naturales en cuanto que ahora toda la naturaleza, sea virgen o sean lugares de radicación de la población excluida, está expuesta a este tipo de acción directa fragmentaria. El resultado es la amenaza para la propia supervivencia de la humanidad.

Hace falta una nueva ética. Pero no son las normas éticas las que están en cuestión, no se trata de nuevos mandamientos. Éstos ya los tenemos: no matar, no robar, no mentir. Mas estas normas han sido reducidas a éticas funcionales de un sistema que se desempeña casi exclusivamente sobre la base de la racionalidad de las acciones directas y, por tanto, fragmentarias. Con eso han sido reducidas a las normas del paradigma de la ética de ladrones. Las éticas funcionales respetan estas normas para violarlas: matarás, robarás, mentirás. Las invierten.

Si queremos comprender esta inversión tenemos que recurrir a los efectos indirectos de la acción directa. Por medio de estos efectos indirectos las normas se convierten en su contrario. En la acción directa exigimos respetar esas normas, convirtiéndolas en éticas funcionales como la del mercado. Pero, al no hacer entrar en el juicio ético los efectos indirectos de esa misma acción, llevamos a cabo un gran genocidio de la población y una gigantesca expoliación del mundo. La propia ética funcional promueve estos genocidios al pasar por encima de los efectos indirectos de esa misma acción, guiada por las normas éticas tan apreciadas. La misma ética funcional se transforma en un imperativo categórico de: matarás, robarás, mentirás.

Por eso no se trata de cambiar las normas, sino de hacerlas efectivas frente a los efectos indirectos de la acción directa. Entonces descubrimos que es asesinato contaminar el aire. Es robo despojar a la población de sus condiciones materiales de existencia y destruir a la naturaleza. Es mentira presentar este sistema de expoliación como progreso. Son asesinatos y expoliaciones y mentiras promovidas por la propia ética al ser reducida a la ética funcional del sistema de la acción directa. El problema, pues, no es discutir las normas y preguntar cómo se puede justificar filosóficamente su validez; el problema es su reducción a una ética ajustada al paradigma de la ética de la banda de ladrones.

Introducir hoy los efectos indirectos de la acción directa en las normas, que inclusive la banda de ladrones promueve, transforma la ética de la banda de ladrones en una ética del bien común. Las normas como normas formales no permiten distinguir entre estos dos reinos de la ética. Por eso resulta que la ética del mercado es sencillamente la universalización de la ética de la banda de ladrones. Los efectos indirectos de la acción recién revelan el contenido material de la ética formal. Enfrentarlos es exigencia del reconocimiento del ser humano como sujeto vivo concreto. Los efectos indirectos muestran los caminos necesarios de este reconocimiento.

Por eso es importante no considerar esos efectos indirectos como no-intencionales, aunque muchos de ellos efectivamente lo sean. La pregunta por la intencionalidad no es la pregunta decisiva. En cuanto tales efectos se hacen notar, se toma conciencia o se puede tomar conciencia de su carácter de efectos indirectos, dejando entonces de ser no-intencionales y pasando a ser indirectos concientes. Ciertamente cobran relevancia moral apenas cuando han sido reconocidos así. Su relevancia moral no se puede expresar suficientemente por la referencia a la intencionalidad de la acción. Que la acción tenga intenciones, malas o buenas, es un simple presupuesto para poder hablar de acción. Que la acción, como acción social, implique siempre y necesariamente la ética formal de parte de aquéllos que actúan en común, y como su condición de posibilidad, es algo obvio. Pero la acción no puede ser éticamente responsable si no se hace responsable de los efectos indirectos que lleva consigo. Ésta es la dimensión de responsabilidad de la acción que distingue la ética del bien común de la ética funcional, que siempre tiene como su paradigma la ética de la banda de ladrones.

Pero esta responsabilidad es social, la sociedad tiene que hacerla vigente, no puede ser simple ética privada. Por ser condición de posibilidad de la vida humana la sociedad tiene que defenderla, y no puede admitir la orientación de la acción directa por simples criterios formales. La sociedad debiera transformarse de una manera tal que la ética del bien común, que es una ética de responsabilidad, pase de lo deseable a lo efectivamente posible.

F. Hinkelammert es un economista alemán, residente en América Latina desde hace décadas; actualmente es director del DEI (Costa Rica). Publicado en Ambien-tico No 89, San Jose, Costa Rica. Febrero 2001.