Latinoamérica: crisis de civilización y ecología política
por V. M. Toledo – Si, como todo parece indicarlo, la crisis ecológica es una crisis de civilización, ¿dónde están los movimientos políticos del ambientalismo capaces de formular y llevar a la práctica una alternativa civilizadora? Teniendo como contexto la realidad de Latinoamérica, este ensayo arriesga y explora dos tesis en relación a esta crucial pregunta.
La primera tesis sostiene que los verdaderos focos de radicalidad civilizadora se encuentran en aquellos enclaves del planeta donde la civilización occidental (urbana, industrial y eurocéntrica) no pudo o no ha podido aún imponer y extender sus valores, prácticas, empresas, y acciones de modernidad y supuesto progreso. Estos enclaves coinciden con aquellas regiones del orbe donde aún persisten formas contemporáneas de estirpe no-occidental derivadas de procesos civilizatorios de carácter histórico.
Se trata de enclaves predominante, aunque no exclusivamente rurales, de países como India, China, Egipto, Indonesia, Perú o México, en donde la presencia de diversos pueblos indígenas (campesinos y artesanales) confirman la presencia de modelos civilizadores distintos a los que se originaron en Europa. Estos, por supuesto, no constituyen arcaismos inmaculados sino síntesis contemporáneas de los diversos encuentros que han tenido lugar en los últimos siglos entre la fuerza expansiva de Occidente y las fuerzas de resistencia de los que Eric Wolf ha llamado «los pueblos sin historia» (Wolf, 1982).
La segunda tesis afirma que las actuales luchas por la naturaleza no tienen solución de continuidad mas que transformando el discurso y la acción del movimiento ambientalista (cuyo origen se encuentra en los países industriales), en una verdadera ecología política. Esta metamorfosis, que es una politización del ecologismo, se hará posible en tanto que el ecologismo originado en el Norte se abra, se confunda y se hibridice con lo que ha comenzado a llamarse el «ambientalismo de los pobres», cada vez más notable en los escenarios del Sur (Martínez-Alier & Hershberg, 1992).
Ello implica una ampliación del «punto focal» del movimiento ambientalista mundial de las áreas urbanas e industriales de los países centrales a las áreas rurales de los países periféricos o del Tercer Mundo. Ampliación en el espacio que supone un enriquecimiento ideológico de los actores sociales a partir de la confluencia de dos vetas: una proveniente de los movimientos contraculturales post-modernistas que surgen de las entrañas mismas de Occidente, la otra que se origina de las aguas pre-modernas de los enclaves menos occidentalizados del Sur. Este fenómeno, que parece estar ya teniendo lugar, ha sido promovido por dos procesos: el descubrimiento realizado desde la academia de que lo fenómenos más agudos de deterioro ecológico están en el Tercer, no en el Primer Mundo, y la lenta pero inexorable apropiación de la perspectiva ambientalista en los movimientos populares y de base de las áreas rurales y semi-rurales de los países periféricos.
El cambio de preocupaciones centrales que operó de la reunión de Estocolmo en 1972 a la de Río de Janeiro, veinte años después, de alguna forma expresa la existencia de este proceso, lento y aparentemente invisible, pero no por ello menos real. Solo así, parecería que el ecologismo puede dar lugar a una nueva filosofía política y, en consecuencia, a una nueva ideología. Ello significa retomar en una nueva síntesis la herencia dejada por el liberalismo y el socialismo, que son las dos principales tradiciones del pensamiento político de Occidente, con el naturalismo no occidental que sigue impregnando la vida cotidiana de los «pueblos sin historia». Un fenómeno que deberá realizar lo que M. Berman ha llamado el «reencantamiento del mundo», esto es, calmar la angustia de los habitantes del planeta, en una época caracterizada por el vacío de propuestas hacia el futuro, es decir, de nuevas «utopías realizables».
La crisis ecológica como crisis de civilización
A la par que otros estudiosos, he desarrollado la idea de que la crisis ecológica es una crisis de civilización (Toledo, 1992a). La demostración parte del hecho de que por debajo de las diferencias de los sistemas sociales, subyace un conjunto de similitudes megaestructurales en el reticulado de las sociedades industriales contemporáneas, una suerte de «modelo supremo» el cual todas las naciones en «vías de desarrollo» son forzadas a imitar a través de un sinfín de mecanismos de lo que podríamos llamar la inercia global impuesta por Occidente. Esto se ha vuelto más obvio por los cambios sociales que han acabado por disolver el espejismo creado por el conjunto de países industriales con «socialismos realmente existentes». Y es en esta matriz civilizatoria cada vez más expandida en donde deben buscarse las causas que han desatado el conjunto de factores que hoy amenazan la supervivencia de la especie, la misma que logró gestar la integración y globalización de lo humano. Por ello, muy lejos de lo que suele pensarse, la crisis ecológica del planeta no logrará resolverse mediante un simple pase de nuevas tecnologías, audaces acuerdos internacionales, o aún un reajuste en los patrones de producción y consumo. La nueva crisis global penetra y sacude todos y cada uno de los fundamentos sobre los que se asienta la actual civilización y exige una re-configuración radical del modelo civilizatorio.
Aunque nos vemos limitados por razones de espacio al mero enunciado de lo que podríamos llamar los «siete pecados capitales de la civilización moderna u occidental», estos conforman bastiones que una nueva crítica tendrá que demoler, y de cuyos escombros deberán surgir nuevas propuestas. Me parece que la resolución de la crisis del planeta debe considerar por lo menos los siguientes siete rasgos megaestructurales de las sociedades contemporáneas: su carácter homogeneizante, su tendencia a la centralización del poder y de las decisiones, su obsesión especializadora y megalomaníaca, el carácter depredador e ineficiente de sus sistemas productivos, y la característica de su arreglo que muy a pesar de su democracia política es esencialmente desigual en su acceso a los recursos que el planeta ofrece.
El papel del despotismo urbano-industrial
Lograda una cierta distancia, lo primero que se le aparece a un habitante de mundo contemporáneo es el de un todopoderoso sector urbano-industrial, esencialmente depredador, erigido sobre las ruinas de las sociedades rurales (países y sectores) y sobre las cenizas de una naturaleza avasallada.
Para ello se ha reproducido en todo el orbe un conjunto de mecanismos (no sólo económicos sino políticos, culturales e ideológicos) que privilegian lo urbano-industrial sobre lo rural y lo natural y que tienden a ocultar toda una secuela de altísimos costos sociales y ecológicos. En esta perspectiva, el modelo civilizatorio contemporáneo aparece como una pirámide cuya porción superior se nutre parasitariamente de los pisos inferiores representado por los sectores rurales y finalmente de la naturaleza. La misma imagen en otra versión topológica muestra un sector central (urbano-industrial) que explota la porción periférica (rural) del organismo social, el cual a su vez dilapida la naturaleza que le rodea y que le sirve como fuente primigenia para su reproducción material.
En su expansión, este modelo busca la integración y finalmente la dependencia de todo los espacios sociales y naturales del planeta, para lo cual echa mano de una fórmula secreta: la especialización (ecológica, productiva, conductual). Por tal motivo el actual proceso civilizatorio es esencialmente homogeneizante y, por lo mismo, intolerante a toda expresión de diversidad (genética, biológica, ecológica, cultural o de comportamiento).
Bajo la oculta racionalidad de la civilización moderna todo aquello que tiende a volver dependientes a los ciudadanos del mundo tiende a ser propiciado, estimulado y adoptado por el conjunto social, de la misma manera que lo opuesto tiende a ser rechazado, despreciado y finalmente eliminado. En uno de sus matices las expresiones de «desarrollo» o «modernización» significan no solo integrar a aquellos sectores o núcleos sociales del espacio planetario que se hallan diseminados y aislados sino que, sobre todo, equivale a destruir su capacidad de autosuficiencia material y espiritual, es decir, su habilidad para dotarse por sí mismos de alimentos, energías, agua, instrumentos y otros satisfactores, así como de ideas, inspiraciones, sueños, proyectos de vida. Este quiebre de la autosuficiencia de los seres humanos, supone a su vez un rompimiento con la naturaleza como fuente primaria de las necesidades materiales y espirituales de las sociedades humanas.
Los supuestos anteriores permiten entender, por ejemplo, el problema de la tecnología. No obstante existir ya una serie de diseños más racionales y menos peligrosos y destructivos desde el punto de vista ecológico, estos no acaban de desarrollarse e implantarse socialmente porque casi todos atentan contra los patrones sobre los que se asientan las hegemonías contemporáneas.
El principal argumento que se esgrime para desechar estos diseños es el de sus altos costos, aunque en la valoración económica de los diseños prevalecientes se escamotean sus efectos destructivos sobre el ambiente, y la salud y la seguridad humana.
Estos diseños «subversivos» tienen la extraña virtud de generar energía a pequeña escala y teniendo como fuente recursos locales (libres o colectivos) no peligrosos (sol, agua, viento, biomasa, desechos, etc.), de tal suerte que su proliferación puede llegar a desplazar en algunas décadas los mega-proyectos engendrados bajo los instintos megalómanos de los ingenieros y proyectistas del presente.
La lista de estos diseños incluye las pequeñas plantas a base de energía solar o eólica, los generadores comunitarios, las microhidroeléctricas, las pequeñas represas, los automotores eléctricos o de aceite vegetal, los digestores anaeróbicos. Su peligrosidad estriba no tanto en sus bondades tecnológicas como en el hecho de que estos pueden ser la base para una mayor autosuficiencia de los individuos, las comunidades y las regiones, lo cual los dota de una mayor capacidad de negociación frente al poder central y disminuye los efectos de la coerción política. Y son estas nuevas modalidades tecnológicas las que acompañan las nuevas actitudes respecto de las formas concretas de vida, y las que permiten generar formas descentralizadas de poder político, tales como la capacidad autogestiva de individuos, comunidades, barrios, municipios, regiones enteras.
Es en esta perspectiva que las comunidades rurales del Tercer Mundo, aparecen como enclaves donde la producción y la reproducción de la vida social conlleva valores, instituciones, formas de producir y de organización social, actitudes y cosmovisiones que, situadas a distancia de Occidente, conforman bastiones de una enorme potencialidad ideológica y práctica para el movimiento ambientalista.
Latinoamérica: una aproximación ecológica
La región de América Latina (el Caribe incluido), que comprende hoy más de treinta países y ocupa una extensión de unos 20 millones de kilómetros cuadrados, es desde el punto de vista ecológico, la porción más húmeda del planeta, la que aloja las mayores masas forestales, y la que encierra la mayor diversidad biológica del globo. A ello debe agregarse su extensa red hidrológica (especialmente en su porción sur), y la relativa juventud geológica de la mayor parte de su territorio corroborada por la existencia de los volcanes más grandes del mundo (extintos, latentes o activos). Por todo lo anterior, puede afirmarse que Latinoamérica ha sido una región favorecida por la evolución orgánica y los eventos geológicos de formación de la tierra.
De manera paradójica, América Latina es al mismo tiempo, la porción que hoy en día sufre los mas agudos procesos de deterioro ambiental y ecológico (véase una revisión en MOPU, 1992). Por ejemplo, la región es el área del planeta que sufre las mayores tasas de deforestación con una pérdida estimada en 5.6 millones de has anuales (FAO-UNEP, 1981) para 1981-85, y de 8.3 millones de has para la última parte de la década pasada (WRI, 1992).
A ello debe agregarse la fuerte pérdida de suelos especialmente en la región Andina y en las porciones montañosas de México y Centroamérica, la afectación de los ecosistemas costeros (lagunas, manglares, arrecifes coralinos), el marcado deterioro de la calidad de la vida urbana, la proliferación de substancias tóxicas de origen industrial y la pérdida de biodiversidad como resultado de la contaminación acuática y la destrucción de los habitats terrestres. Ello ha sido resultado de varios siglos de colonialismo y neocolonialismo y, mas recientemente, de varias décadas de desarrollo y modernización. Frente a este panorama regional, ¿de qué manera ha reaccionado la sociedad latinoamericana, es decir, como se ha estructurado el movimiento ambientalista latinoamericano?
Los principales rasgos del ecologismo latinoamericano
Como sucedió en el resto del mundo, en Latinoamérica el ambientalismo apareció hacia la década de los setentas, como un fenómeno urbano, ligado a los ciudadanos de las calases media y alta, y fundamentalmente preocupado por los problemas de la contaminación urbana e industrial. Así, el ambientalismo latinoamericano está actualmente representado por una amalgama de movimientos que, como sus similares del resto del planeta, son transclasistas y transectoriales (Leff, 1992). Este conjunto de «múltiples verdes» (Gudynas, 1992), incluye conservacionistas de la naturaleza, anti-nucleares (confinados a México, Argentina y Brasil), buscadores de nuevas tecnologías, místicos, naturistas, luchadores contra la contaminación, neo-tecnólogos y los autodenominados ecologistas. A diferencia de sus contrapartes del Norte, los ambientalistas latinoamericanos presentan sin embargo, tres diferencias bien notables y un componente novedoso que, señalados ya por algunos de sus analistas (Gudynas, 1992, Leff, 1992, Mires, 1993) ahora pasamos a revisar.
El primer «aclimatamiento» que ha sufrido el ambientalismo de origen europeo y norteamericano, en su adaptación a la realidad regional, se encuentra en la rápida conexión que los ambientalistas latinoamericanos realizaron entre los problemas ecológicos y los del desarrollo. «El ambientalismo latinoamericano- afirma Gudynas (1992:106), tiene un contenido utopista que rechaza el paradigma del desarrollo actual, pero también las visiones postmodernas ambiguas e individualistas. De esta manera el ambientalismo critica la ideología dominante del crecimiento económico como motor del progreso social, que no solo no ha aumentado la calidad de vida, sino que la ha reducido, y a costa de un gran deterioro ambiental. En esta línea se avanza un poco mas, y a diferencia de los países desarrollados, en su gran mayoría ha apuntado a la vinculación de los problemas sociales con los ambientales. El subdesarrollo pasa a ser también un problema ambiental, y la pobreza actual expresa una larga historia donde la explotación del hombre está asociada a la depredación de la naturaleza».
Un segundo rasgo distintivo reside en el papel jugado por la academia, es decir el apoyo y la comunicación ofrecidos por los investigadores y técnicos (véase el caso de Brasil en Viola, 1992). Ello cobra importancia en la perspectiva de la revolución conceptual que según Naredo (1992) tiene lugar actualmente en el campo del conocimiento. La «preocupación ambiental» no solo ha inducido el quiebre de las prisiones monodisciplinarias, dando lugar a una corriente multidisciplinaria u holística (véanse las reflexiones reunidas en Leff, 1990), sino que ha motivado la creación de un conjunto de investigadores y técnicos íntimamente ligados a los movimientos sociales defensores de la naturaleza.
Este fenómeno, puede confirmarse en la búsqueda de tecnologías alternativas para la vivienda, el transporte o la energía, pero para el caso de Latinoamérica cobra especial importancia en el manejo de los recursos naturales, esto es, en la producción rural (agropecuaria, forestal y pesquera).
El número de investigadores y técnicos que se dedican a la investigación agro-ecológica, en íntima relación a los movimientos rurales, se ha multiplicado de manera inusitada en los últimos años a lo largo y lo ancho de la región (aunque con especial énfasis en países como Perú, Chile o México). Algo similar puede afirmarse de la corriente etno-ecológica (y disciplinas afines), que busca la comprensión de los sistemas campesinos e indígenas de apropiación de la naturaleza.
El tercer rasgo es de carácter plenamente político. A diferencia de lo que sucede en Europa, los movimientos ambientalistas latinoamericanos no han derivado, en su devenir, en partidos políticos. En efecto, no obstante la multiplicación de organizaciones y el notable crecimiento numérico durante la última década, el ambientalismo latinoamericano se ha mantenido como una expresión no-partidista y extraparlamentaria. En Brasil por ejemplo, el ensanchamiento político se dio a través de la multiplicación de las organizaciones no-gubernamentales que llegaron a mas de 800 en 1992, agrupadas temporalmente en redes o coordinadoras regionales y aun nacionales (como el Foro para la reunión de Río 92), pero nunca dando lugar a un partido político (Viola, 1992). Aun la existencia excepcional de partidos verdes o ecologistas ha sido de carácter espurio (México) o efímero (Costa Rica).
El fenómeno resulta interesante desde varias ópticas. ¿Es que la transformación del polifacético movimiento ambientalista en un partido político constituye un avance? La pregunta parece desencadenar diferentes respuestas (véanse los análisis contenidos en Rüdig, 1990).
Desde el ángulo de la institucionalidad, la creación y el mantenimiento de partidos políticos verdes parecería un paso adelante y una expresión indudable de madurez social y política. Sin embargo, la propia experiencia europea podría expresar exactamente lo contrario. Aunque la irrupción de los ambientalistas en el juego político partidario les ha dado carta de reconocimiento dentro de la política formal, también los ha confinado a una institucionalidad demasiado rígida y sobretodo los ha colocado, irremediablemente, dentro de los ritmos lentos de los procesos políticos que marca el electorado. Tras dos décadas de participación electoral, el movimiento verde francés, que parece el más exitoso en el contexto europeo, apenas alcanza las preferencias del 14% de los electores (resultado de la suma de los votos de sus dos partidos ecologistas). Como contraparte, las recientes tendencias expresadas en las elecciones europeas (especialmente en Francia, Italia y Alemania) indican que, contra lo esperado, los espacios políticos dejados por el irremediable declive de los partidos de izquierda, no han venido a ser ocupados por el ecologismo, sino por una renovada corriente de derecha, nacionalista e individualista. Ante tal perspectiva, el ecologismo europeo parece condenado a permanecer como una minoría mas durante el futuro próximo, un hecho que parece confirmar la poca viabilidad de un movimiento contra-civilizador en el centro mismo de la civilización que se cuestiona.
La ruralización del ecologismo latinoamericano
En íntima relación con los tres rasgos arriba señalados, aparece un cuarto atributo que se descubre como un fenómeno cualitativamente nuevo. Se trata de la popularización del movimiento ambientalista latinoamericano que es un encuentro con lo que sin duda es una segunda vertiente de origen no-occidental: los movimientos sociales agrarios de campesinos, indígenas y pescadores (1). Esta irrupción de un ambientalismo popular o un ecologismo de los pobres (Martínez-Alier, 1992), anticipado por pocos y apenas recientemente reconocido (Toledo, 1992b), viene a inaugurar lo que seguramente será un nuevo rumbo ideológico del ecologismo a nivel planetario. Ya algunos autores como Mires (1992) hicieron notar la dificultad de separar en Latinoamérica (y esto resulta válido para el resto de los países del Tercer Mundo), la cuestión ecológica de la cuestión agraria y estas dos de la cuestión étnica.
La acotación anterior tiene implicaciones profundas. En el Tercer Mundo, que son las porciones donde se concentran casi todos lo países con la mayor riqueza bio-cultural del planeta (Figura 1), también se hallan las formas sociales menos occidentalizadas de articulación con la naturaleza: las de las culturas indígenas. Visto desde el ángulo contrario, también se revela algo similar: Es en estos enclaves donde se mantienen aun los rasgos sociales y culturales de mayor contraste en relación a Occidente. Frente a las «sociedades desorganizadas» de Occidente donde tiende a prevalecer la desigualdad económica y el individualismo por sobre la solidaridad social y la cooperación, las pequeñas comunidades rurales del Tercer Mundo se mantienen a través de estructuras organizativas basadas en la reciprocidad social, el igualitarismo y la participación colectiva. Bajo sus cosmovisiones, la sociedad aparece como parte de lo natural y no lo contrario. Ello impide la «pérdida de control» de los seres humanos sobre su naturaleza, es decir sobre su entorno, sus recursos y sus territorios, que es lo que ha sucedido a lo largo de la historia del desarrollo industrial promovido por la civilización occidental (Olmedo, 1986).
Esta apreciación, que parece sacada de un cuento de hadas, cobra, sin embargo, una vigencia concreta y actual en dos hechos: El reconocimiento de que en el Tercer Mundo aun persiste una población campesina estimada hacia finales del siglo en 1,300 millones de seres humanos (de los cuales alrededor de 500 pertenecen a alguna etnia indígena), esto es, aproximadamente el 60% de la población rural de esos países; y la existencia de este nuevo movimiento ambientalista en los diferentes espacios latinoamericanos. La última parte de este ensayo, está dedicada a realizar dicho recuento, y a realizar algunas reflexiones en torno a tales experiencias (2).
El caso de México: ¿Una revolución silenciosa?
No sorprende descubrir en México un «caldo de cultivo» especialmente propicio para el surgimiento de luchas ambientalistas entre campesinos, indígenas y pescadores. En su territorio convergen un amplio mosaico de situaciones ecológicas, la fuerte presencia de un campesinado contemporáneo, y la existencia de mas de 50 culturas indígenas (hablantes de 240 lenguas) con una larga historia de manejo de la naturaleza.
A ello habría que agregar que, como consecuencia de las conquistas sociales logradas por el movimiento revolucionario de principios de siglo, las leyes agrarias han dejado en manos del sector campesino enormes porciones de recursos naturales. Hacia 1990, mas de 3 millones de unidades productivas campesinas (ejidos y comunidades indígenas) detentaban la mitad del territorio nacional (103 millones de hectáreas). Esta superficie incluye el 70% de las áreas forestales (bosques templados y selvas tropicales) y el 80% de las zonas agrícolas (fundamentalmente de temporal) del país.
Por último, actuando como «agentes catalíticos» existe además de organizaciones no-gubernamentales ligados al campo, toda una hornada de intelectuales y técnicos originados o ligados a la generación del 68 que, desde sus respectivas disciplinas (agronomía, antropología, biología, geografía, sociología rural), se han involucrado en un sinnúmero de proyectos productivos de carácter alternativo en las áreas rurales.
En el México Rural las luchas de los productores con orientación ecológica han estado presentes desde la década pasada. Registro notable de lo anterior es, por ejemplo, la lucha desarrollada por el llamado Pacto Ribereño que en su momento mas álgido llegó a bloquear alrededor de 300 pozos petroleros del centro de Tabasco (entre Marzo y Noviembre de 1983) resultado de la movilización de mas de 30 ejidos y rancherías en contra de la contaminación provocada por la explotación petrolera (Pineda, 1984). En la misma perspectiva deben incluirse las movilizaciones de comunidades indígenas pur’hepecha en defensa del Lago de Pátzcuaro iniciadas en 1982, o el movimiento de 22 comunidades zapotecas de la
Sierra Norte de Oaxaca por la defensa de sus bosques y sus derechos sobre estos (llevado a cabo por la ODRENASIJ: Organización en Defensa de los Recursos Naturales y Desarrollo Social de la Sierra de Juárez desde 1980).
Destaca asimismo el avance logrado por mas de 30 organizaciones campesino-forestales a través de la realización de 10 encuentros nacionales (1983 a 1989) y numerosas declaraciones políticas (Chapela, 1991).
Durante los últimos años el número de movimientos campesinos (esencialmente indígenas) de orientación ecológica creció a tal ritmo pero tan sigilosamente que no hubo análisis alguno que lo registrara como nuevo fenómeno político (Quadri, 1990; Gerez, 1991). Fue por ello que la sorpresa fue mayúscula cuando la realización de dos encuentros nacionales en 1991 (2) reveló, de golpe, la existencia de un considerable número de organizaciones regionales y comunitarias comprometidas con
toda una gama de luchas de carácter ecológico. A ello le han seguido la realización de nuevos encuentros regionales y nacionales, así como la aparición de nuevos movimientos sociales de inspiración ambientalista.
En general, este nuevo movimiento se distribuye por prácticamente todas las zonas ecológicas del país, aunque fundamentalmente sobre las zonas de bosques templados y selvas tropicales, y proliferan especialmente en la porción sur del territorio en los estados de Oaxaca, Chiapas, Yucatán y Quintana Roo. Aunque es difícil de estimar, dados los diferentes niveles de cohesión política que presentan las organizaciones, el número de comunidades tensadas por este nuevo tipo de lucha oscila entre las 300 y 400. La esfera de dominio territorial, real o potencial, oscila de unas cuantas hectáreas hasta enormes superficies: 580,000 has en Los Chimalapas, Oaxaca, 600,000 en la subregión de Las Cañadas (La Lacandona) Chiapas; alrededor de 300,000 has en el sur de Quintana Roo. Mas impresiona el hecho de que las principales Reservas de la Biosfera del sur del país (Montes Azules, Sian Kaan, Calakmul, Los Chimalapas, Santa Marta), así como algunas del centro (Manantlan) y del norte (El Pinacate), se encuentran rodeadas de movimientos campesinos que demandan participación efectiva en el manejo de estas áreas de conservación biológica.
El rasgo mas notable se refiere, sin embargo, al hecho de que la mayoría de estos movimientos así como los mas exitosos tanto por el numero de participantes como por sus logros productivos y de organización son de carácter indígena, un fenómeno que confirma la «predisposición natural» (tanto en términos ideológicos como sociales y tecno-productivos) de las etnias a adoptar una perspectiva ecológica.
Finalmente, el recuento revela toda una gama de actividades y actitudes y, por supuesto, una situación bastante desigual de niveles de organización y claridad política, así como diferentes vías de acceso a la organización (incluida la lograda a través de las comunidades eclesiales de base).
El conjunto incluye toda una variedad policroma: vainilleros, cafetaleros orgánicos, productores forestales templados y tropicales, restauradores de suelos agrícolas, defensores de lagos (Pátzcuaro, Chapala, Zirahuén) y lagunas costeras, milperos que practican una agricultura ecológica, productores de miel orgánica, comuneros con pretensiones eco-turísticas, manejadores de fauna silvestre, reforestadores. También existen movimientos que se oponen a la edificación de una presa (como el desarrollado por el Consejo de Pueblos Nahuas del Alto Balsas) o de proyectos turísticos (de acuerdo a la declaración emanada de la primera Reunión Regional del Pacifico Sur que aglutinó a 17 organizaciones indígenas de Oaxaca, Guerrero y Chiapas en Septiembre de 1991).
Lo que mas impresiona, sin embargo, son los altos niveles de organización y de éxito productivo y social alcanzados por las mas avanzadas de las organizaciones. Ello incluye el manejo y explotación de bosques templados (comunidad indígena de San Juan Nuevo en Michoacán y Unión de Comunidades Forestales de Oaxaca); manejo y explotación de selvas tropicales primarias (Unión de Ejidos Forestales de la Zona Maya y Sociedad de Productores Forestales de Quintana Roo) y secundarias (Unión de comunidades de Usila, Oaxaca), y producción de café orgánico de exportación (encabezados por la Unión de Comunidades Indígenas de la Región del Itsmo o UCIRI e Indígenas de la Sierra Madre de Motozintla o ISMAM). Los últimos eventos notables son la movilización realizada contra la contaminación de las lagunas costeras por una nueva organización de pescadores ribereños de carácter nacional, que incluye comunidades de pescadores de Michoacán, Veracruz, Campeche y Tabasco, y la creación de la primera reserva ecológica campesina, lograda tras largos años de lucha por las comunidades de indígenas zoques de la región de Los Chimalapas en Oaxaca, asesoradas por técnicos y conservacionistas.
La región amazónica: lucha indígena y conservación tropical
Además de su importancia como pináculo de la diversidad biológica, la región Amazónica se ha vuelto un notable escenario político de las luchas indígenas. En principio el hecho sorprende. A diferencia de México donde los indígenas suman casi los 11 millones, arrastran una larga historia de luchas agraria y se hallan bien integrados al país a través de la agricultura, en la cuenca amazónica cientos de pequeños grupos tribales, muchas veces aislados unos de los otros, apenas alcanzan los 1.5 millones.
La geopolítica comienza la explicación y el ecologismo la finaliza: Un vistazo a la distribución geográfica de los territorios indígenas revela la presencia de estos grupos por alrededor del 70% de la cuenca (Larralde, 1987). En Brasil, por ejemplo, la Amazonia aloja al 60% de los 236,000 indígenas del país y representa el 98% de la superficie de las tierras oficialmente reconocidas como sus territorios (Albert, 1992).
Por otra parte, salvo contados sectores del «ambientalismo puritano», no existe hoy en día ningún conservacionista o ecologista que se oponga a una política que salvaguarde tantos las inmensas riquezas biológicas y forestales de este inmenso territorio (estratégico además para la estabilidad climática del planeta) como los derechos territoriales de sus grupos indígenas.
Esta situación ha sido bien entendida y sobretodo bien capitalizada políticamente por sus habitantes milenarios. Hoy, la cuenca amazónica está viviendo no solo un dramático proceso de deforestación masiva sino un formidable proceso de organización y luchas indígenas bajo una estrategia política en donde el conservacionismo y el uso racional de los ecosistemas tropicales son puntales básicos. Una de las principales expresiones de este proceso ha sido, sin duda, la creación y el desarrollo de la Coordinadora de Indígenas de la Cuenca Amazónica, (COICA) que aglutina 14 federaciones de cinco países y representa virtualmente a la mayor parte de los habitantes indígenas de la cuenca. La COICA ha acudido mas de una vez al encuentro de conservacionistas y ambientalistas y ha manejado en sus declaraciones políticas la necesidad de conservar el ecosistema de la región. Destaca por ejemplo, la reunión que tuvo lugar en Iquitos, Perú en julio de 1990, y en la cual los dirigentes indígenas realizaron un diálogo franco y hasta ríspido con las principales organizaciones ambientalistas y conservacionistas de los Estados Unidos (Horne, 1990). En el mismo sentido debe citarse el encuentro que tuvo lugar durante la Cumbre de Río y en la cual se reunieron cerca de 400 dirigentes indígenas de Brasil. Este evento fue en realidad la continuación de otro anterior que tuvo lugar en febrero de 1989 (Primer Encuentro de las Naciones Indígenas de Xingu) en la ciudad de Altamira, y el cual reunió además a representantes indígenas de Estados Unidos, Canadá, y México, así como a numerosos ecologistas y miembros de partidos políticos.
También deben apuntarse los recientes éxitos políticos del movimiento indígena amazónico, algunos realmente espectaculares. Entre estos deben citarse la concesión de territorios a los indígenas del Beni en Bolivia (1.160.000 has) en Septiembre de 1990; y a tres grupos étnicos en Ecuador (1.000.000 has) en Mayo de 1992. En ambos casos, tales concesiones fueron el resultado de sendas movilizaciones iniciadas desde los territorios amazónicos y terminadas en las respectivas capitales nacionales (La Paz y Quito).
Finalmente debe citarse el reconocimiento que en noviembre de 1991 hizo el gobierno de Brasil a los territorios históricos de los 10.000 indígenas Yanomami (en la frontera con Venezuela), y que incluyó una inmensa superficie de mas de 8 millones de has. Esta concesión tuvo lugar tras casi dos décadas de litigio y con la franca oposición del sector mas conservador de los militares brasileños (Albert, 1992).
El hecho tiene una importancia estratégica para la política de la región, si se considera que en Brasil solamente el 45% de los 526 territorios indígenas demandados han sido atendidos y resueltos. En todos estos sucesos, la presión y el apoyo nacional e internacional del movimiento ambientalista y conservacionista fueron elementos determinantes.
Un caso paradigmático: el manejo comunitario del recurso forestal
En una región agobiada por la deforestación, la búsqueda de formas adecuadas de uso y manejo de los bosques y selvas se ha convertido en una tarea primordial (Kiernan, et al. 1992). Ello significa la adopción de una silvicultura que garantice un uso conservacionista o no destructivo de las inmensas reservas forestales de la región. Desde la perspectiva campesina e indígena, poseedora real o virtual de enormes extensiones arboladas de la región, el reto tiene también un significado adicional. Se debe demostrar que los territorios bajo usufructo campesino pueden ser eficientemente manejados bajo una modalidad diferente (e incluso antagónica), a las formas «normales» de producción forestal: el uso comunitario. En esta perspectiva, se debe consignar la existencia de una decena de experiencias de manejo forestal comunitario en la región (Cuadro 2). Esto es, proyectos productivos donde las comunidades indígenas o campesinas han tomado pleno control de sus recursos y de los procesos de producción forestales, en colaboración o con el apoyo de organizaciones no-gubernamentales, centros de investigación u organizaciones estatales o internacionales. La panorámica indica que se trata de experiencias recientes (la mayoría surgidas a mediados de los ochenta) y todavía circunscritas a pocos países (Brasil, Perú, Costa Rica, Honduras y especialmente Bolivia y México). Sin embargo, y aunque en conjunto las experiencias parecen mostrar diferentes niveles de éxito económico y ecológico, cada una representa una prometedora vía hacia el uso autogestivo de los recursos. En esencia se trata de una modalidad productiva que bien podemos llamar económico-ecológica, donde al uso ambientalmente adecuado del recurso se suma un fenómeno de acumulación comunitaria donde la ganancia es socialmente repartida, y un proceso de organización democrática basada en el consenso de la colectividad. En sus versiones mas exitosas, por ejemplo la de la comunidad indígena de San Juan Nuevo en Michoacán, México (Alvarez, Icaza, 1992 y 1993), el Plan Piloto Forestal de la zona Maya también en México (Bray, et al 1993), o la Cooperativa Forestal Yanesha en Perú (More, 1987; Ocaña-Vidal, 1992), estas experiencias están mostrando que es posible capitalizar a las comunidades rurales con base en el uso de tecnologías y formas de administración modernas, manteniendo tanto el control comunitario como el uso ecológicamente correcto del recurso. Se trata, en la práctica, de armonizar las relaciones de una comunidad humana con la naturaleza mediante la única forma en que es posible hacerlo: a través de la organización social, es decir la cooperación y solidaridad de los individuos y las familias. De esta forma, se logra articular y armonizar las tres esferas de la realidad que el actual modelo civilizador mantiene separadas: la naturaleza, la producción y la cultura.
Literatura citada
Albert, B. 1992. Indian lands, environmental policy and military geopolitics in the development of the Brazilian Amazon: the case of the Yanomami. Development and Change 23:35-70
Alvarez-Icaza, P. 1993. Forestry as a social enterprise. Cultural Survival Quarterly 17 (1): 45-47
Bray, D.B. 1991. La lucha por el bosque: conservación y desarrollo en la Sierra de Juárez. Desarrollo de Base 15(3):13-25
M. Carreón, L. Merino & V. Santos. 1993. On the road to sustainable forest. Cultural Survival Quarterly 17: 38-41
Chapela, G. 1991. De bosques y campesinos: problemática forestal y desarrollo organizativo en torno a diez encuentros de comunidades forestales. En: ADN (Eds.) Los Nuevos Sujetos del Desarrollo Rural: 135-166.
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V. M. Toledo es un destacado antropólogo mexicano. Integra el Centro de Ecología, Universidad Nacional Autónoma de México. Apdo 41 H, Sta. María Guido, Morelia, Michoacán 58090, México.