La articulación cultura-ambiente: claves para una visión alternativa del desarrollo
por Francisco Javier Velasco Páez – Recientes cuestionamientos han anunciado el fin del desarrollo como forma de pensamiento. Los discursos críticos no se han deslastrado de principios clave de las nociones clásicas de desarrollo. Esto plantea la necesidad de transformar y resemantizar la idea de desarrollo desde su matriz, apelando a otras racionalidades.
En el contexto de la globalización, el pensamiento único y la eliminación progresiva de la alteridad promueven una esterilidad creciente de la naturaleza y la cultura. Ante esta situación, una visión alternativa del desarrollo debe trascender las limitaciones ideológicas, conceptuales y prácticas del desarrollismo. En este sentido, las proposiciones que se hagan tienen en la articulación cultura-ambiente un basamento para convertir a las personas y los grupos en protagonistas de su propio desarrollo. Distanciada del economicismo, esta visión requiere, sin embargo, de una economía política capaz de reconocer la centralidad y complejidad de la ecología y la cultura.
Auge y caída de la noción de desarrollo
En 1949, Harry Truman, el entonces presidente de EE UU, en su discurso inaugural ante el Congreso, llamó la atención sobre las condiciones de las regiones más pobres del mundo, definiéndolas como «áreas subdesarrolladas». Desde ese momento una visión del mundo precisa y unidimensional comenzó a imponerse progresivamente en el planeta: todos los pueblos, países y sociedades se mueven, con distintas velocidades en una misma dirección: la dirección del desarrollo. Esta visión remitía a un escenario fundamentalmente económico en el que cada quien bregaba por un punto más alto en la escala del producto nacional bruto. También suponía, en términos prácticos, dar impulso a políticas y procesos que condujeran a los rezagados a la competencia y carrera por un desarrollo que podía ser universalizado en términos espaciales y perdurable en el plano temporal. En este contexto y como parte de la unificación del mundo asociada al ascenso experimentado por Occidente desde el siglo XV, al binomio desarrollo/subdesarrollo le correspondía el relevo de las antiguas dicotomías que, desde las ciencias sociales y con una perspectiva de evolución histórica unilineal, apuntalaron la empresa colonial: civilización/salvajismo, naciones civilizadas/naciones bárbaras, sociedades avanzadas/sociedades primitivas, etc.
Después de medio siglo de desarrollo el estado de los asuntos del mundo es francamente desolador: aun aceptando ciertos «logros» extendidos a todos los rincones del mundo, la dependencia política, la fragmentación social, la desventaja económica y el deterioro cultural campean en la mayor parte del mundo. La brecha entre la delantera de los «desarrollados» y el atraso de los «subdesarrollados» o en «vías de desarrollo» no ha sido colmada y, lo que es peor, aumenta cada vez más. La polarización extrema entre las naciones tiende a replicarse al interior de cada país: pequeñas élites en los países pobres comparten con las élites de los grandes centros de poder económico mundial una opulencia que contrasta creciente y ostensiblemente con vastos grupos de desempleados, jubilados y económicamente vulnerables en el mundo «desarrollado» y extensas áreas rurales e inmensos asentamientos urbanos del mundo pobre excluidos de los circuitos del sistema económico mundial. Por otro lado, el peso de la expansión económica y el crecimiento industrial encuentra ya límites evidentes en la naturaleza, la crisis ecológica amenaza, tanto al Norte como al Sur. Es así como los temas de la finitud del desarrollo y sus límites biofísicos han alimentado numerosos debates, desde la Conferencia de Naciones Unidas realizada en Estocolmo en 1972, pasando por la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en 1992, hasta la reciente Cumbre sobre Desarrollo Sostenible en Johannesburgo. En este contexto han surgido serios cuestionamientos a la teoría y praxis del desarrollo y hay incluso quienes han señalado que el desarrollo como forma de pensamiento está pronto de desaparecer (Escobar, 1995; Mires, 1990; Sachs, 1996).
El desarrollo alternativo: aciertos y desaciertos
Desde hace algún tiempo, un variado conjunto de discursos que tienen en común la crítica de los fundamentos de las nociones clásicas de desarrollo se ha identificado con la promoción del desarrollo alternativo en América Latina. Se trata de un conjunto de posiciones y proposiciones coincidentes en la crítica de los fundamentos del statu quo, de los paradigmas tradicionales del desarrollo. Los exponentes del desarrollo alternativo han sido particularmente críticos del predominio de la ortodoxia neoliberal en América Latina y han señalado la existencia de una crisis general de civilización que abarca todos los órdenes (cultural, social, político, ecológico, económico) y genera enormes masas de excluidos. También han abogado por la necesidad de sentar las bases de una nueva economía y promover la solidaridad social, la participación, la autonomía y el acceso equitativo a los recursos naturales, orientando experiencias de desarrollo local en los medios urbano y rural (Escobar, 1995; Gilardi, 1994; Haubert, 1992; Hopenhayn,1993; Mac Neef, 1993; Razetto, 1993).
Sin pretender escamotear la significación de los aportes hechos por los exponentes del desarrollo alternativo, se pueden identificar ciertas contradicciones y proposiciones confusas en estos discursos. Es así cómo, a pesar de las críticas formuladas a la racionalidad económica dominante que inspira la idea de desarrollo tradicional, los alternativos terminan reafirmando la supremacía de ideas y principios propios del productivismo y el desarrollismo (Mallard, 2002; Pérez Ramírez, 2000). De esta forma, el desarrollo alternativo integra «nuevas» formas de organización social y estilos de vida al altar del mercado y la vieja ideología del crecimiento, promoviendo el culto a la eficiencia, la maximización de la ganancia y la visión utilitarista y reductora de los seres humanos y la naturaleza. Estos discursos, obedeciendo a una lógica fuertemente inscrita en la mentalidad académica y tecnocrática, ceden fatalmente a una especie de ritornello, a una recurrencia que vuelve nuevamente a instalar como eje articulador aquello que de alguna manera era objetado en un inicio.
Cabe destacar aquí que no incluimos al desarrollo sostenible o sustentable como un discurso alternativo. El concepto de sustentabilidad que emerge con el informe de la Comisión Bruntland a mediados de los años ochenta (CMMAD, 1987), se presenta como una formulación imprecisa que no establece distinciones entre las diferentes «necesidades» humanas culturalmente determinadas, ni entre aquellas de los países ricos y de los países pobres, ni tampoco entre las necesidades humanas y los deseos de los consumidores en relación con la satisfacción de aquello a lo cual se orienta la mayor parte del consumo en los países altamente industrializados. En torno a la sustentabilidad ha habido gran cantidad de interpretaciones que hacen distintos énfasis. En unos casos se privilegian los aspectos biológicos, en otros (la mayoría de las veces) el énfasis recae en lo económico, otras veces se destaca lo social, etc. No obstante tiende a mantenerse como constante la ausencia de la crítica a la lógica del sistema económico mundial y la promoción del crecimiento. La noción de desarrollo sustentable mantiene intacta la matriz de relaciones y de elementos (primacía de lo económico, ideología del crecimiento, etc.) de las formas dominantes del pensamiento sobre el desarrollo (Leff, 2000; Kirby, 2002; Sachs, 1996; Velasco, 1996). De hecho, lo que recoge la idea de sustentabilidad es la necesidad de preservar un capital natural para que el sistema capitalista pueda mantenerse.
Desarrollo, globalización y diversidad
A lo largo de milenios, numerosas sociedades han desplegado cosmovisiones capaces de regular y equilibrar de manera más o menos exitosa los impactos de sus intervenciones en los ecosistemas, estableciendo límites y modulaciones culturales y éticas a la relación con el resto de la naturaleza. El desarrollo económico a la occidental, acelerado y expandido en el marco de la globalización, haciendo caso omiso de esta experiencia histórica, ha degradado de manera sistemática los fundamentos de la vida y la cultura, provocando la desaparición de un acervo de saberes y prácticas ecoculturales que han probado su eficacia en la perpetuación del patrimonio social y cultural. En este proceso resalta la tendencia hacia una progresiva homogeneización de la realidad social, cultural, política, económica, biológica y física, a la par que se acrecientan las desigualdades entre países, regiones, sociedades, culturas y grupos sociales. La globalización pugna por configurar un orden entendido como sinónimo de uniformidad, estableciendo regularidades y monotonías que alteran y eliminan las distintas identidades culturales, la innumerable pluralidad de las resonancias de la vida y la alteridad de la existencia. El proceso de globalización supone la imposición de la unificación de los mercados y la reducción al mercado de las diferencias culturales y las perspectivas políticas. La globalización afecta por igual a la biodiversidad y la diversidad cultural, impulsando una esterilización y artificialidad crecientes de la naturaleza, elevando el esquema de la competencia a la categoría de mandato natural de la sociedad (Amin, 2001; Duclos, 2001; García Canclini, 1999; Ramonet, 2001).
La aceleración de los procesos de globalización económica ha producido y sigue produciendo el deterioro de los componentes básicos ambientales en los niveles mundial y local. Esto determina la pérdida creciente de calidad de vida en los ambientes rurales y urbanos; el agua es cada día más escasa y contaminada; los suelos se han erosionado perdiendo su fertilidad; la deforestación se ha visto incrementada; la parcelación de los ecosistemas ha determinado una vulnerabilidad ambiental creciente; la calidad del aire ha disminuido, y las condiciones para los procesos agrícolas y la reproducción de los ecosistemas se han hecho cada vez más difíciles. Ha habido también una proliferación exponencial de la producción de residuos y de lluvias ácidas, al tiempo que las emisiones de gases del «efecto invernadero» han aumentado significativamente. El impacto de estos fenómenos es mayor en los sectores más empobrecidos (Athanasiu, 1998; Gudynas, 1996; Quiroga y Van Hauwermeiren, 1996; Muradian, 2001; Hershberg, 1992; Velasco, 1995; WWI, 2002).
El modelo de producción y consumo imperante provoca un deterioro acelerado de la biodiversidad, base del equilibrio ecológico planetario. De forma adicional, el desarrollo de la ingeniería genética y las biotecnologías acentuará aún más estas tendencias y abrirá nuevos riesgos, de consecuencias incalculables, al liberar al entorno ambiental organismos manipulados genéticamente, al tiempo que garantizará una nueva oleada de acumulación de capital en este ámbito, a costa del trabajo humano en la agricultura, la salud de las personas, el equilibrio de la biosfera y la seguridad alimentaria de los pueblos y naciones del planeta. A esto se asocian los impactos de los derechos de propiedad intelectual sobre seres vivos y otras formas de privatización de la vida que amenazan por igual la supervivencia biológica y cultural (Ribeiro, 2001). La tendencia a la homogeneización de la globalización neoliberal incide de manera directa en la pérdida de biodiversidad. Sabemos que las distintas necesidades, costumbres y gustos de cada cultura, comunidad y familia campesina, hacen que la selección de las especies y variedades que se usen y/o cultiven sea personalizada. Esto significa el uso de una amplia gama de criterios para la selección, por tanto, la diversidad cultural enriquece y a su vez es enriquecida por la biodiversidad. Pero la tendencia a la uniformidad y especialización de los mercados determina la tendencia a la comercialización de bienes agrícolas homogéneos. En los mercados modernos, la diversidad de tamaños, formas y colores se considera señal de mala calidad. Por otro lado, en función a la lógica de las ventajas comparativas y la globalización de los mercados, hay una tendencia a la especialización en ciertos rubros productivos que resulten de mayor rentabilidad. La homogeneización se expresa en el dominio del monocultivo con variedades genéticamente uniformes en la agricultura; en las plantaciones forestales el monocultivo empobrece los bosques y los hace más vulnerables en la medida en que diluye sus posibilidades de autoorganización, perpetuación, reforzamiento y cooperación en tanto ecosistema. Este dominio degrada los agroecosistemas tradicionales en cuya base convergen diversidad de hábitats y de culturas, posibilitando la resolución, a través de múltiples maneras, de los problemas de provisión de alimentos, abrigo, salud y bienestar, todo ello en un proceso de interdependencia con la creación de conocimientos (Azqueta, 1996; De Brie, 1998; Haynes, 2002; Shand, 2001; Shiva, 1998).
En el plano de la diversidad cultural ocurren fenómenos parecidos. La homogeneización toma cuerpo a través dominio del pensamiento único, la eliminación progresiva de la alteridad cultural y su sustitución por una megacultura, única, dominante, que expresa fundamentalmente los valores estereotipados de la cultura de masas norteamericana (García Canclini, 1999; Mosonyi, 1995, 2000): lo que algunos han llamado la macdonalización de la cultura. Este fenómeno implica la expansión y desterritorialización de las industrias culturales, la concentración y privatización de los medios de comunicación, la expansión y homogeneización de las redes de información y el debilitamiento del sentido de lo público y lo privado.
Para afianzar el poderío del capital no sólo sobre el plano económico y material de las sociedades, sino también sobre su espiritualidad, la globalización refuerza la conformación de patrones de conducta, simbólico-culturales y de valoración donde predominan de manera creciente los intereses y valores de las grandes empresas multinacionales. Esto se oculta bajo la apariencia de una nueva construcción de símbolos y valores multicultural y diversa, sin negar, obviamente, que dicha diversidad cultural debe subordinarse totalmente al mandato soberano del mercado.
Se ha planteado la tesis según la cual, en el marco de esta globalización, han surgido o se han recreado las manifestaciones de lo híbrido, entendido como mezcla y heterogeneidad, traducido bajo el concepto de las culturas híbridas (García Canclini, 1990). Basados en este argumento, algunos sugieren una nueva vía hacia la diversidad en la medida en que lo híbrido resultaría de la mezcla de componentes y temporalidades con un origen cultural múltiple (Arenas y Sonntag, 1995). En el concepto de lo híbrido está presente la idea del pastiche neutral de tradiciones y modernidades, muy propia del posmodernismo. Al analizarla desde una perspectiva crítica observamos que la idea de lo híbrido remite a una diversidad superficial y aparente, ocultando el hecho de que códigos culturales contradictorios coexisten, se superponen y mantienen interactuando a través de tensiones y ejes de relaciones desiguales. Este fenómeno ha sido denominado aculturación antagonista, un proceso a través del cual culturas dominadas adoptan los medios y los aspectos más o menos visibles de las culturas dominantes, pero no adoptan sus fines y su racionalidad (Devereux, 1975; Martin, 2000). Se trata, por cierto, de un fenómeno nada nuevo, que posibilita el aprovechamiento de espacios de resistencia cultural al efecto homogeneizador en momentos en que la ideología globalista comienza a mostrar fisuras y enfrenta un coro creciente de cuestionamientos y de acciones defensivas a través de las cuales se articulan conglomerados nacionales, regionales y locales, minorías diversas y nuevos actores colectivos.
Una visión alternativa del desarrollo
¿Estará llegando el desarrollo como forma de pensamiento a su fin? Para algunos eso ya está ocurriendo, pero nosotros nos planteamos la posibilidad de una transformación desde su matriz. Cierto, la historia y la carga ideológica del término desarrollo son muy pesadas, pero tal cuesta podría remontarse a través de una resemantización de la noción. Esto supone la posibilidad de ubicar al desarrollo en otros contextos de reflexión, significación y operación. Creemos que tal propósito puede efectuarse sobre la base de otras racionalidades sociales; en algunos casos puede tratarse de racionalidades emergentes, en otros de racionalidades provenientes de culturas tradicionales, culturas ancestrales y culturas populares, otras nuevas y emergentes. Eso sí, racionalidades distintas a las que han dominado con el capitalismo. A nuestro entender, la resemantización del desarrollo y su apertura hacia otras racionalidades debe inscribirse en la construcción de nuevas utopías, entendidas no como ilusiones, ni como mundo de fantasías, sino como proyectos movilizadores de transformación y construcción social.
Para poder conformar una visión alternativa del desarrollo hay que entender que el mismo no puede ser visto como un sistema independiente de su entorno. Si el desarrollo es un proceso determinado dentro de un sistema funcional, es tan sólo un aspecto de éste: como sistema funcional tiene que ser algo más que el agregado de todos sus componentes. En todo caso, continúa formando parte de un dominio conceptual que no es más que la interpretación de un universo específico en el cual existen otros procesos y cambios mayores que los explicados por el desarrollo.
Históricamente, cada teoría del desarrollo ha supuesto una fragmentación de la realidad. El desarrollo ha sido visto e interpretado como fenómeno reducido, como si todo el entorno participara en él y no en sus consecuencias. Identificado a distintas escalas, el desarrollo ha descrito un continuo crecimiento y éste a su vez ha descrito, desde la visión de los centros de poder del sistema mundial, cambios de carácter cuantitativo en un valor característico de acumulación. De esta forma, desarrollo es sencillamente un cambio de tamaño o de volumen desde afuera hacia adentro. Para tratar de darle otro significado a la noción de desarrollo debemos distinguirlo de la idea de crecimiento. Así, tomaríamos como crecimiento aquello que incrementa el tamaño o el volumen de algo mediante la asimilación o la agregación de materiales, mientras que desarrollo podría significar la expansión o realización de potencialidades de algo, el llevarlo a un mejor estado. En este orden de ideas, cuando algo crece entendemos que se hace cuantitativamente mayor; cuando algo se desarrolla se hace cualitativamente mejor.
Entendidas desde la perspectiva de los postulados anteriores, las proposiciones de desarrollos alternativos tienen en la articulación cultura-ambiente un basamento que para nosotros es medular. En este sentido pasaremos revista a una serie de consideraciones.
Los sistemas humanos que incluyen a las personas, los conjuntos de individuos, las comunidades, las naciones, constelaciones de regiones o de naciones o de comunidades, en fin, los distintos tipos y niveles de articulación social entre los seres humanos, como un todo que interacciona con los ecosistemas. La estrecha y dinámica relación existente entre estos dos sistemas ha sido ignorada mayormente en las ciencias sociales y las teorías del desarrollo, gracias a un error de perspectivas que ha separado de manera radical lo social y lo natural. La posición en la cual nos ubicamos asume que ninguno de estos sistemas puede comprenderse por separado, ambos se determinan mutuamente en aspectos de su estructura y su función. En este sentido, es importante evitar los extremos: por un lado, no debe asumirse que lo ecológico o lo natural determinan totalmente al ser humano y sus manifestaciones culturales o sociales, pero tampoco debe creerse que el desarrollo del sistema humano es totalmente independiente del medio natural y del ambiente.
La interacción entre ambos sistemas es dinámica y se desarrolla con el tiempo. Por ello no nos planteamos la idea de una naturaleza prístina, intocable e inmutable. Por el contrario, consideramos que la cultura se inserta en un proceso evolutivo que tiene una raíz biológica. Es decir, hay una historia humana y una historia cultural que están íntimamente conectadas, entrelazadas y que se han reforzado e intervenido mutuamente a lo largo de millones de años. Es así cómo la diversidad natural o biodiversidad ha estado en correspondencia con la diversidad cultural en un proceso de construcción social de la naturaleza y de presencia constante y fundamental del mundo natural en la sociedad. Recordando que la cultura incluye lenguajes, sistemas valorativos, sistemas compartidos de percepción y organización del mundo que tienen lugar en la conciencia de los seres humanos, vemos al ambiente y los ecosistemas como locus de representaciones y contenidos simbólicos muy diversos que son asignados a ellos por los individuos y los colectivos que seleccionan los contenidos que se adjudican (Gudynas, 1993:21). Desde esta perspectiva entendemos a la naturaleza como una categoría y un concepto plural, como un sistema que interacciona con los sistemas humanos a través de historias naturales y culturales, íntimamente conectadas a lo largo de miles de años.
Es conveniente destacar que en América Latina y como una herencia directa de las visiones dominantes en Europa, la naturaleza ha sido vista muchas veces como una frontera que tiene que ser sometida y conquistada (Gudynas, 2000). Esta idea de naturaleza orientó el proceso de conquista y colonización iniciado a finales del siglo XV y se perpetuó en los procesos de poblamiento impulsados en los siglos XIX y XX bajo la visión del positivismo. En este último caso, la naturaleza aparece como asiento de lo salvaje y lo bárbaro, asociada a las culturas campesinas e indígenas que se oponen a la civilización urbana y europeizante (Velasco, 1988). Propuestas como la llamada «Conquista del Sur» dirigida a la ocupación de la Orinoquia y Amazonia venezolanas en los años 1970 o el proceso de colonización de la Amazonia brasileña, hechas en la época de la dictadura militar, han respondido a esta idea fuertemente plasmada en el imaginario de los grupos dominantes y los sectores tecnocráticos latinoamericanos.
En las teorías del desarrollo ha estado presente la idea de naturaleza como fuente de materias primas, almacén de recursos naturales y capital natural (Gudynas, 2000). Todas estas concepciones, al no reconocer la existencia de otras racionalidades, tampoco reconocen la existencia de otras percepciones de la naturaleza (colectivas e individuales) distintas a la de recurso o materia prima. El reconocimiento de otras racionalidades posibilita la aceptación y comprensión de otros conocimientos distintos a la ciencia y favorece el diálogo de saberes con miras a conformar visiones integrales de la realidad. Igualmente favorece el pluralismo en la asignación de valores a las expresiones de la vida que se desprende de la diversidad cultural.
Si admitimos que formamos parte de un sistema que incluye a lo social y lo natural, una visión alternativa del desarrollo debe ser compatible con la idea de la perpetuación y el mejoramiento de la vida y la cultura humanas, pero al mismo tiempo debe involucrar la regeneración y el mejoramiento de otras formas de vida sin las cuales no podemos existir. En este sentido, se deben garantizar los derechos de las comunidades y sociedades a sus territorios, así como desarrollar medidas efectivas para la protección y fomento de sus culturas y prácticas tradicionales, dado su derecho consuetudinario al aprovechamiento de la biodiversidad. Esto no supone de ninguna manera una visión acrítica de la diversidad ni un elogio a ultranza de la diferencia, pero parte de la necesidad de cuestionar una lógica causal que proviene de la época de la Ilustración europea y que sólo ha admitido una matriz central negando otras posibilidades para la vida y la sociedad.
Para adquirir otros significados el desarrollo debe entonces enraizarse en contextos culturales y ecológicos, involucrando de manera directa a las personas y los grupos de afectados o de interesados en problemas ecológicos, sociales, culturales, políticos, económicos, etc., convirtiéndolos en protagonistas de su propio desarrollo a partir de evaluaciones críticas de sus percepciones y sus maneras de organizar el mundo.
Entendemos así la articulación ambiente-cultura como algo que provee una base fundamental para nutrir la construcción de ese desarrollo alternativo y que puede incorporar también otras dimensiones como el género, lo lúdico, lo festivo, etc. Teniendo en cuenta el alcance de sus potencialidades y limitaciones, en esta tarea pueden integrarse conceptos, proposiciones y experiencias variadas. Entre ellas, además de las identificadas con la rúbrica de desarrollo alternativo, podemos citar la búsqueda de tecnologías social y ecológicamente apropiadas para la vivienda, el transporte, la energía y la industria; la producción agroecológica de alimentos, medicinas y recursos forestales; el etnodesarrollo, que refiere a la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando para ello el conocimiento derivado de su experiencia histórica y cultural, incluida la comprensión y manejo de los sistemas tradicionales de apropiación de la naturaleza, de acuerdo con un proyecto que se defina según sus propios valores y aspiraciones (Asencio, 1994; Bonfil, 1995); el desarrollo biorregional, basado en la complementariedad ecológica, productiva y social de espacios geográficos con caracteres ecológicos homogéneos y similares poblaciones humanas con apropiaciones semejantes de los ecosistemas (Gudynas, 2000). Se trata de una visión alternativa del desarrollo con raigambre en la correspondencia del binomio biodiversidad-sociodiversidad, que no se propone el dominio y control de la naturaleza a la manera en que lo han hecho la ciencia mecanicista y el desarrollo inspirado en ella, sino que incorpora la idea de integración y cooperación entre las personas, comunidades y sociedades y entre éstas y los ciclos naturales en un marco de espontaneidad, reciprocidad, ayuda mutua, solidaridad e interculturalidad.
Una nueva economía política para una visión alternativa del desarrollo
La llamada «crisis del desarrollo» tiene que ver con la manera de concebir y analizar el mundo que despliega el grueso del conocimiento científico, particularmente el económico. Este paradigma, cuyo origen se remonta al Renacimiento europeo, ha producido una fragmentación de la manera de conocer y una sectorialización del saber que permite acumular información, pero oscurece en gran parte la conexión entre los distintos componentes de la realidad y la interrelación que se da entre sus procesos. Ahora bien, la búsqueda de otras visiones del mundo que permitan superar las limitaciones del cartesianismo y el economicismo no deberían conducir a modelaciones de la realidad que se reducen a lo sociocultural o a lo ecológico, obviando lo económico. Este tema es tan importante, que quienes estamos a favor de una alternativa distinta a las formas de pensamiento dominantes no deberíamos dejar la exclusividad de su tratamiento en manos del neoliberalismo. La crítica del economicismo, que debe incluir la crítica del cientismo (Mires, 1990), no debe implicar la prescindencia de la economía. Lo que sí debe evitarse es la utilización de determinada ciencia o de determinado ámbito del conocimiento como matriz hegemónica que integra y subordina otros saberes. Así pues, no se trata de integrar la variable cultura o la variable ecología a la economía, sino más bien de propiciar una combinación de múltiples conocimientos. En este sentido, no se buscaría sustituir la economía por otro saber, sino de depurarla de la pretensión hegemónica, abriéndola a la posibilidad de conexiones plurales con otras disciplinas, otros conocimientos, otras dimensiones de la existencia social y material. La economía no debe desgajarse del conjunto de la vida ni concebirse en modo alguno como algo que existe de por sí y que debe ser considerado única y necesariamente como resultado de leyes que descansan sobre sí mismas.
Es necesaria una revisión de la economía que no niegue su significado, pero que sí contribuya a deslastrarla de criterios que son meramente cuantitativos. Es decir, hablamos de una economía política que en vez de proclamar la sustentabilidad del crecimiento económico, teniendo como base la dinámica del libre mercado, más bien internalice las condiciones ecológicas y culturales de la producción y el intercambio en una combinación de múltiples saberes, de una economía política que reconozca la centralidad y la complejidad de los procesos ecológicos y culturales, y que en vez de ver a la naturaleza y la cultura solamente como capitales naturales o como capitales culturales, vea en ellas expresiones de patrimonios diversos, dinámicos, estrechamente relacionados, con niveles de autonomía propios y con lógicas distintas a la de la acumulación y la rentabilidad. Ello supone, entre otras cosas, aproximaciones distintas al tema del valor. Si bien es cierto que en los últimos años se han establecido metodologías para refinar las evaluaciones sobre la riqueza de la naturaleza y su valor económico, los procedimientos desarrollados se ven muy limitados por el carácter reductor de las cuantificaciones (sobre todo monetarias) realizadas, la no equivalencia entre las escalas de valoración y las diferentes ideas de naturaleza que se confrontan (Gudynas, 1999). De allí que sea necesario considerar la relatividad y diversidad de las percepciones valorativas, la imposibilidad de medir y valorar de manera absoluta la naturaleza y la cultura, puesto que ambas son categorías múltiples, cuya esencia y significación no son equivalentes ni reducibles a un precio, medida o valoración particular. Ninguna valoración de la naturaleza o de la cultura da cuenta de todos y cada uno de sus aspectos, ordenamientos, procesos y significaciones. Por lo tanto, estas valoraciones, aunque puedan ser necesarias por razones prácticas en contextos claramente delimitados, siempre serán incompletas y su uso abusivo y reductor acarreará ineluctablemente consecuencias nefastas para la sociedad y la vida.
Por otro lado, la construcción de una nueva economía política debe apuntar hacia el desmontaje de un modelo de realidad que excluye y oculta los recursos naturales abundantes y se centra en la escasez, promoviendo la competencia. Sobre esta base, la tarea supone poner en evidencia una operación ideológica a través de la cual la propia abundancia se torna en escasez y resaltar el hecho de que el incremento en la disponibilidad de numerosos recursos naturales sólo es posible si éstos se comparten.
Por último, creemos también que esta nueva economía política debe también asociarse a la configuración de una dimensión que podríamos llamar ética o moral. Su propósito sería el de reemplazar la competencia y aparente independencia que caracterizan a la economía de mercado por la reciprocidad e interdependencia en las cuales la distribución afirma moralmente un sentido de unidad y destino común entre sus participantes. Ciertamente, una economía de este tipo no tiene antecedentes históricos cuyos preceptos y ejemplos le permitan modelarse; sólo puede ser construida con la práctica y la experiencia. Pero su conformación tiene en muchas sociedades tradicionales una importante fuente de inspiración.
A manera de conclusión
Para finalizar queremos aclarar que en este trabajo no pretendemos agotar el vasto y rico tema de la articulación entre la cultura y el ambiente, ni el de su relación con el desarrollo. Nuestra intención es de tratar de esbozar algunas líneas capaces de contribuir a pensar y formular propuestas en torno a lo que denominamos una visión alternativa del desarrollo.
Para desmontar la carga semántica e ideológica de la noción de desarrollo nos planteamos, sobre la base de otras racionalidades, una reformulación del significado o significados atribuidos tradicionalmente al término. La nueva significación del desarrollo puede encontrar en la articulación cultura-ambiente un sustrato fundamental. Por ello creemos que ante el efecto homogeneizador y empobrecedor del actual proceso de globalización que reduce lo ecológico y lo cultural a la noción de mercancía, se hace necesario reformular la idea de desarrollo a partir de una visión enraizada en el valor de la diversidad natural y cultural. Este proceso debe reconocer la tendencia histórica, que hace viable la articulación intercultural, progresiva, entre múltiples sociedades y que podría conducir a un profundo enriquecimiento de la experiencia humana en medio de la diversidad cultural. Por otro lado, debe también promover un desarrollo que no se proponga el dominio de la naturaleza, sino que incorpore la idea de aprovechamiento a través de la cooperación con los ciclos naturales. Igualmente, una visión alternativa del desarrollo debe inscribirse en la construcción de nuevas utopías que trasciendan las limitaciones ideológicas, conceptuales y prácticas del economicismo desarrollista. Como parte del camino hacia un futuro alterno al de la globalización, este planteamiento debe nutrirse de una nueva economía política capaz de re-situar a los seres vivos (incluidos los humanos y sus culturas) en el centro de la actividad económica y de entender el proceso económico como parte de un sistema abierto que mantiene vínculos durables con otros sistemas (sociales, culturales, políticos, ecológicos, físicos, etc.).
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Publicado en Cuadernos del CENDES (Caracas), vol. 20, no. 52, p. 39-52, enero 2003.