Todos somos mesías tropicales
por Víctor M. Toledo – Durante siglos, las regiones tropicales del mundo fueron, para el imaginario de la civilización europea, las porciones más enigmáticas, paradisíacas, inexpugnables y peligrosas del orbe. Y no se trataba solamente de las zonas intertropicales del globo, que aloja montañas, sabanas y aun regiones áridas, sino especialmente de las áreas tropicales húmedas de las bajoplanicies, ahí donde la lluvia y la temperatura alcanzan sus valores máximos. La percepción fue, como casi siempre sucede, contradictoria. Por un lado el atractivo de un paraíso desconocido; por el otro el rechazo hacia un mundo que resultaba inhóspito e incomprensible.
La selva, y en su denominación más extrema, la jungla »el horno genitor donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad» (Alfonso Reyes) ha sido para el inconsciente europeo no sólo un mundo paradisíaco, sino la fuente de enfermedades, alimañas, monstruos, amazonas, leyendas increíbles, seres sobrenaturales, organismos exóticos.
El trópico húmedo, hay que recordarlo, es el hábitat originario, el magma vegetal de donde surgió la especie humana, pero también la raza negra, la magia, el exceso erótico, el vudú, el candomblé, la música que desquicia. Hubo que esperar tratamientos directos de artistas, escritores, antropólogos y científicos, para atenuar la «mitología tropical» generada desde los enclaves templados y fríos de la civilización urbana, y posteriormente industrial, gestada en Europa.
«Existen razones para pensar que todas las naciones que habitan más allá de los círculos polares o entre los trópicos son inferiores al resto.» Esta frase, escrita por el filósofo David Hume en 1748, no es más que un ejemplo de las ideas que prevalecían entre una influyente porción de la intelectualidad europea del siglo XVIII. Esta impresión estaba especialmente dedicada a las culturas aborígenes americanas. En su afán por justificar un sistema de dominación, las elites dominantes siempre se han empeñado en demostrar la supuesta inferioridad de sus dominados. Esta falsa impresión que se encuentra arraigada en lo más profundo de la ideología de los dominadores (sean señores feudales, rancios nobles, emprendedores burgueses o tecnócratas modernos), tiende a tomar la forma de «teoría» una vez que encarna en las voces de sus «intelectuales orgánicos».
Durante el siglo XVIII y buena parte del XIX, las doctrinas del determinismo racial abonaron las ideas y el discurso de numerosos intelectuales europeos. Eran por supuesto los tiempos de la expansión de Europa a través de sus dos principales baluartes: uno económico (el capitalismo), el otro cognitivo (la ciencia y la técnica). Fue la época en el que el racismo popular tomó cuerpo de racismo científico al ser postulado, defendido y argumentado con evidencias supuestamente derivadas de un método. El número y la variedad de pensadores, naturalistas y filósofos que bajo diferentes matices asumieron la idea de la superioridad de una raza no deja de impresionar.
La lista incluye naturalistas tan connotados como Buffon, Galton, Darwin, Huxley, Agassiz, y toda una gama de filósofos que incluye a Hume, Voltaire, Raynal, De Paw, Comte y el apóstol de la filosofía europea de entonces, Hegel. En el campo de la antropología, las tesis del racismo científico fueron postuladas por James Cowles Prichard, nada menos que el más eminente antropólogo inglés de la primera mitad del siglo XIX.
En el caso de América, el desprecio hacia las culturas tropicales tuvo su origen en el «carácter inferior» de la naturaleza americana. Esta tesis fue postulada por Buffon hacia mediados del siglo XVIII, y aunque ahora parece descabellada, se convirtió en un fantasma que acompañó a todo naturalista estudioso del Nuevo Mundo, incluyendo a Humboldt y a Darwin. La «teoría» fue de inmediato extendida a los aborígenes americanos, a quienes Voltaire consideró poco industriosos además de estúpidos, y con «… menos sensibilidad, menos humanidad, menos gusto y menos instinto, menos corazón y menos inteligencia…», a decir de De Paw.
De la infinidad de argumentos esgrimidos para demostrar la supuesta inferioridad de los habitantes de América, finalmente encontramos el de su incapacidad para domeñar a la naturaleza y dar lugar a una civilización avanzada. La legítima paternidad de la supuesta inferioridad epistemológica corresponde a Francis Bacon a través de su tratado Novum Organum, publicado en 1620. «Existe una solución de continuidad –afirma Eduardo Subirats– entre la violencia conquistadora definida por el espíritu medieval de cruzada y la violencia epistemológica, crítica y racional, derivada de un concepto moderno de dominación técnica de la naturaleza».
Con todo esto de por medio, resulta más fácil comprender por qué Francis Hallé en su extraordinaria obra Une Monde sans Hiver documentó lo que parece ser una regla histórica: «… la colonización siempre ha progresado de las latitudes medias hacia las bajas, jamás a la inversa, no importa cuál haya sido la época o cuál sea la región considerada». La expansión europea sobre lo que Eric Wolf llamó los «pueblos sin historia» fue entonces realizada con la profunda convicción que lo que se imponía era «civilización» y «progreso».
Herederas de esa tradición invisible, las elites contemporáneas del «mundo desarrollado» tienden automáticamente a enviar a lo tropical y a sus habitantes al traspatio de la historia, pues se perciben como la expresión más acabada de lo salvaje. Lo salvaje es la antípoda de lo civilizado, de igual manera que lo excesivo lo es de lo mesurado. Para una civilización en donde el uso de la razón fue controlando, desplazando y finalmente aboliendo el mundo de la pasión, única manera de instrumentar un orden que permitiera el desarrollo de las ciudades, la eficiencia de la empresa, la disciplina de la industria y el rigor de la ciencia, el «espíritu tropical» terminó siendo sinónimo de lo irracional, de una fuerza indomable, incontrolable, primitiva y, por todo ello, incivilizada.
Nada peor para las elites, tras 24 años de aplicación continua de recetas neoliberales a los males del país (sin que estos cedieran), que la aparición de un dirigente tropical nacido entre las selvas, identificado con un pez de los pantanos de una región indígena, entrenado en las escuelas públicas y enrolado como profesionista con las luchas sociales de los más necesitados, para encabezar una opción electoral alternativa y crítica.
Quizás por ello, ningún otro candidato presidencial de la historia reciente ha sido tan furiosamente estigmatizado por la acción orquestada de sus opositores que Andrés Manuel López Obrador (AMLO): partidos políticos, medios masivos de comunicación, organizaciones empresariales, círculos religiosos, periodistas, intelectuales. El linchamiento ha sido, para decirlo con decencia, desusado. He registrado en vivo la rabia descomunal, incontrolada, contra el dirigente tropical en los rostros, palabras o letras no solamente de ciudadanos comunes y corrientes, sino especialmente de miembros de los sectores más privilegiados y exquisitos: profesionistas exitosos, empresarios, ex rectores, periodistas bien habidos. ¿Por qué desquicia tanto la figura de quien ideológicamente es un socialdemócrata más?
La clave está en la que sin duda es la obra maestra dentro de esta cruzada: el texto de Enrique Krauze Kleinbort, «El Mesías Tropical» ( Letras Libres 90, junio de 2006). El ensayo, que trató de aparecer como un análisis objetivo e intelectualmente legítimo, es en realidad un complejo montaje ideológico dirigido a generar reacciones de temor entre las elites ilustradas (y no tanto), invocando una vez más los peligros de lo tropical.
El ensayista no sólo adoptó una clara posición ideológica y política (y el pecado no está en el atrincheramiento sino en la validez de sus argumentos), sino que instrumentó una pieza literaria en donde el mensaje final es de nuevo la exacerbación de la «pasión tropical» como causa de los males, en este caso la supuesta destrucción de la democracia o, para decirlo en sus propias palabras: «el descarrilamiento del tren de la democracia». Pieza ejemplar en la manipulación subliminal de una percepción inconciente construida a través de la historia, el ensayo de Krauze Kleinbort está a la altura de las nuevas creaciones psico-políticas generadas desde el Pentágono norteamericano o desde las nuevas y poderosas iglesias para influenciar y dirigir las mentes ciudadanas.
Su mayor virtud es que, como agudo intelectual de la derecha, supo captar con gran destreza aquellos rasgos de la historia y de la personalidad de AMLO que más inquietan, irritan y atemorizan a las minorías del país: «Tengo desconfianza de AMLO –afirmó durante un seminario en el Centro Woodrow Wilson de Washington DC– y lo encuentro perturbador por razones de su personalidad y las razones no son razones morales sino razones psicológicas».
¿Cómo descalificar a un candidato presidencial mediante un análisis supuestamente psicológico, en vez de ofrecer argumentos, tesis o razonamientos sobre propuestas políticas o posiciones ideológicas? ¿No resulta extraño que la larga lista de artículos de opinión aparecidos en los últimos meses contra AMLO estén centrados justamente en sospechosos aspectos personales y casi nunca sobre sus planteamientos políticos contra el neoliberalismo? Uno lee serenamente el último discurso de AMLO (20 de noviembre) y lo que menos se observa, en el contenido y en la intención, es el desbordante «mesías tropical» construido por la imaginación de Krauze Kleinbort.
La validez del «mesianismo tropical» como categoría sociológica (y política), como fuente de una conflictividad que impide el desarrollo de la democracia y alienta la violencia humana es prácticamente indemostrable. Por un lado difícilmente pueden encontrarse temperamentos agresivos en las culturas originarias tropicales (en México destacan los tratos delicados y hasta elegantes de huastecos, totonacos, zoques, chontales o mayas yucatecos). Por el otro no puede soslayarse el hecho de que la palabra genocidio se inventó en 1944 en las tierras nada tropicales de Europa, donde tuvo lugar la etapa más violenta y destructiva de la especie: 103 millones de muertos en dos guerras mundiales. No son pues los temperamentos de la jungla, del calor, de los tambores y del baile los que esconden y acumulan energías destructoras de lo civilizado sino justamente sus contrapartes.
El ensayo de Krauze fue ampliamente difundido por su autor a través de puntuales entrevistas por cadenas de radio y televisión y en la prensa (véase Diario Monitor, junio, 13, 2006 y Milenio, junio, 11, 2006), reproducido en innumerables blogs de la derecha (incluyendo el proto-fascista «México en Peligro, 2006»), y alcanzó su cenit cuando fue enviado de manera gratuita a miles de clientes por el gerente de Banamex. Dicho con suavidad, no fue un texto digamos «intelectualmente neutro», como tampoco lo fue el manifiesto de 126 intelectuales confirmando la limpieza de las elecciones que fue usado por el PAN como parte de sus pruebas fehacientes en el Tribunal Electoral.
La lección develada es que hoy en día buena parte de las fuerzas intelectuales conservadoras y reaccionarias perviven ocultas (están disfrazadas) entre aquellos que mejor representan la «objetividad científica», el «triunfo de la racionalidad civilizatoria», la razón instrumental, el control de la pasión, la sujeción de lo incivilizado o, en suma, la «modernidad templada». Y esta manipulación epistemológica, que encarna una poderosa violencia sutil, es la heredera de una percepción geográfica e histórica que derivó en la sujeción de las regiones y poblaciones tropicales del mundo (África negra incluida) por sus contrapartes templadas.
Por todo lo anterior, habremos de ver cómo las elites atemperadas de los altiplanos centrales y nortes de México serán asediadas y sacudidas por la pasión política de quienes reclaman una vida digna y un país justo. AMLO será o no rebasado, pero la catarsis de tantas décadas de injusticia provendrá de las regiones más cálidas y húmedas de la República: Chiapas, Oaxaca, Veracruz, las costas del Pacífico, la «tierra caliente» de Guerrero y Michoacán, la plataforma yucateca, las Huastecas, las junglas de Quintana Roo. Y probablemente, quién lo puede negar, entre los gritos de la muchedumbre uno será especialmente vigoroso: ¡Todos somos mesías tropicales!
V. M. Toledo es un antropólogo mexicano. Publicado en La Jornada, México, el 16 diciembre 2006.