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La posteridad y lo nuclear: nuestra ética hedionda

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por Colectivo Wu Ming – “Lo que desechamos vuelve para consumirnos”, dice Nick Shay, protagonista de Submundo de Don DeLillo, en el epílogo de la novela. Epílogo de título significativo, “Das Capital”, tal vez para significar que ningún análisis, ninguna teoría ni ningún discurso sobre la producción tiene hoy en día el más mínimo sentido si no tiene en cuenta el Gran Problema: nuestra basura, la mayor montaña del mundo. La mole que aplasta el futuro.

En la última década también cierto pensamiento crítico neomarxista se ha dejado engañar por los espejismos, hablando de la “inmaterialidad” de la producción (y del trabajo) en la economía “postfordista”. Se trata de una teoría fundada por entero en una estratagema: esconder el polvo (es decir, la cuestión ambiental) bajo la alfombra, alimentando “desde la izquierda” la creencia supersticiosa en el “crecimiento” y en una riqueza social ilimitada. Un filón de pensamiento “que se cayó en la marmita de pequeño”, como Obelix: descendiente del obrerismo de la época del boom, crecido en los años 70 de la “expropiación proletaria”, del “derecho al lujo” y del desprecio por la Austeridad , en la década pasada se adhirió a las paredes de la burbuja de la new economy sin poner jamás en duda sus propios mitos fundacionales. Ninguna crítica seria del consumo, ningún análisis de los límites del “desarrollo”. Así, este pensamiento está caracterizado por un auténtico horror por la idea misma de “límite”.

A pesar de este “inmaterialismo”, nunca en la historia de la humanidad se había producido tanta materia (desechos, vertidos, basuras), se habían destruido tantos recursos, se había consumido de forma tan irresponsable. A la basura tradicional, la “obsolescencia programada” de las mercancías de las últimas generaciones ha añadido la llamada e-waste: cada año, miles de millones de toneladas de ordenadores, cd-roms, disquetes, teléfonos móviles, baterías, cargadores, mandos a distancia (productos que se vuelven “obsoletos” en un abrir y cerrar de ojos o cuya reparación se considera imposible o “antieconómica”) terminan en los vertederos y después en las incineradoras, creando una gran nube de dioxinas que nos envenena a nosotros y a todas las especies vivas.

Cuando en televisión se habla la neolengua de la “productividad”, del “reimpulso del consumo” y de las “necesidades energéticas”, bastaría pensar en los desechos para entender de qué se está hablando de verdad.

El planeta no es nuestro; nos lo han prestado nuestros descendientes. Recurriendo precisamente al autor de Das Capital: “Ni una sociedad, ni una nación, ni todas las sociedades de una misma época son dueñas de la tierra. Son sólo sus poseedores, sus usufructuarios y tienen el deber de devolvérsela mejorada, como bonis patres familias, a las generaciones siguientes” (“La nacionalización de la tierra”, en Karl Marx, Documentos de la Asociación Internacional de los Trabajadores).

Al contrario, si no damos marcha atrás en seguida, limitando nuestro consumo y abandonando las producciones contaminantes, seremos malditos por las generaciones venideras.

El mejor ejemplo de esta hipoteca sobre el futuro —y de esta puesta en peligro de la vida de nuestros sucesores— es el problema de los residuos nucleares, la categoría más peligrosa de desechos. Todavía hoy, no sabemos cómo indicar a nuestros descendientes la peligrosidad de estos materiales.

En julio de 2002, el Senado de Estados Unidos autorizó el almacenaje de 77.000 toneladas de basura nuclear en Yucca Mountain, Nevada. La construcción del depósito subterráneo costará cerca de 60 millones de dólares. El tiempo de actividad del plutonio es de alrededor de 25 mil años. Doscientos cincuenta siglos. La ley americana se “contenta” con prescribir el aislamiento hasta el año 12.000 d.C.

La Environmental Protection Agency (EPA: Agencia Federal para la Defensa del Medio Ambiente) se ha preguntado de pronto cómo señalar el peligro a quienes vendrán después de nosotros, y después de nuestros tataranietos, y después de los tataranietos de nuestros tataranietos. Se ha formado una comisión compuesta por arqueólogos lingüistas, futurólogos, matemáticos, artistas e ingenieros, cuyo objetivo es encontrar un material, un lenguaje, un conjunto de pictogramas que sigan estando íntegros y siendo comprensibles tras diez mil años.

Existe un precedente importante, el de la Waste Isolation Pilot Plant, en Carlsbad, Nuevo México. El proyecto ha estado en marcha durante una década, el relleno del depósito se completará en el año 2033. Para señalar el sitio, el Departamento de Energía (DOE) ha puesto a trabajar a dos comisiones.

No es una tarea baladí: se calcula que en un período entre quinientos y mil años cualquier lengua será incomprensible para los descendientes de quienes las hablaban. Hoy en día, aparte de un puñado de arqueólogos y filólogos, nadie comprende el acadio, difundidísimo hace seis mil años en todo el Asia Menor (era la lengua de mercaderes y comerciantes), y nadie sabe leer la escritura cuneiforme.

También los símbolos y pictogramas se revelan ininteligibles o cambian drásticamente de significado: la esvástica, que hace milenios era el símbolo del sol o de buenos deseos, hoy es un símbolo de muerte, prohibido en muchos países. ¿Qué será en el futuro del trébol, símbolo de la radiactividad creado en 1946? Lo mismo puede decirse de muchos monumentos: el círculo de Stonehenge tiene “sólo” 3.500 años, pero no sabemos qué significa. En lo referente a los mensajes off limits contenidos en las pirámides, está claro que han tenido el efecto contrario, atrayendo a los curiosos. E incluso si nuestros descendientes comprendieran que se trata de una advertencia, no pensarían que sigue siendo válida.

Las dos comisiones del DOE han sugerido dos enfoques distintos. El primero está basado en el ejemplo de la piedra Rosetta: un mensaje esculpido sobre granito en diversas lenguas (las oficiales de las Naciones Unidas más el navajo, hablado por los indígenas de Nevada), acompañado de símbolos y diseños (por ejemplo, un rostro asustado). Las objeciones a esta propuesta son muy sensatas: la piedra Rosetta fue traducida, pero por especialistas, no por quienes la encontraron. Además, las piedras de granito situadas en el desierto de Nevada hace cuarenta años para avisar de las pruebas atómicas son hoy invisibles, pues han sido cubiertas por matorrales.

El segundo enfoque consistiría en hacer el lugar lo más amenazador e inhóspito; de ahí la propuesta del arquitecto Michael Brill de crear un “paisaje de espinas”, una milla cuadrada de espinas de basalto negro de quince metros de alto, que salgan del suelo con distintos ángulos. Otros han propuesto ordenar las espinas de acuerdo con un diseño determinado. La objeción es que todo esto sería interpretado como arte monumental y atraería a los curiosos en lugar de repelerlos.

Es difícil que la comisión de la EPA encuentre soluciones mejores. Algunos artistas han hecho ya propuestas extrañas (probablemente irónicas). Ashok Sukumaran ha propuesto plantar en la Yucca Mountain cactus transgénicos de color azul cobalto, para crear un contraste estridente que señale que algo no va bien. Los cactus serían programados para reproducirse por los siglos de los siglos. Sin embargo, no sabemos si en el futuro Nevada conocerá o no grandes cambios climáticos; aparte, ese tipo de paisaje podría ser considerado bello en lugar de repelente.

Es imposible señalar con seguridad para la posteridad un sitio peligroso, porque es imposible prever el futuro. En los próximos siglos podría producirse todo tipo de cambios sociales, ambientales, geológicos. Baste un solo ejemplo: en la zona, desde 1982, se han registrado 600 terremotos de una magnitud superior a los 2,5 grados en la escala Richter.

La nuclear, por más que digan sus fans, es una tecnología antiética, típico producto del capitalismo, que aplasta todo en un presente eterno y no se preocupa de lo que sucederá. Y el nuclear es sólo uno de los problemas que estamos creando a las personas de las que somos antecesores.

En la novela Venus en la concha, de Philip J. Farmer, puede encontrarse una opinión interesante: “Algunos extraterrestres sostenían que la causa del mal olor de los terrícolas era su dieta, que, incluso entre los chinos, consistía principalmente en salchichas, patatas fritas, bebidas alcohólicas y cerveza. Pero los octópodos de Algol, que eran tal vez la más filosófica de todas las razas, afirmaban que no era algo causado por la alimentación. La psicología influía a la fisiología. Los terrícolas apestaban porque su ética apestaba”. Es probable que en Algol, para producir energía, los octópodos no recurran a la nuclear.

Wu Ming (“anónimo” en chino) es el nombre de un colectivo de cinco escritores y militantes políticos italianos. Traducido del italiano por H. Romero. Publicado en Archipiélago No 61, Madrid, 2004.