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Historia, política, ambiente

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por Guillermo Castro H. – Desde la historia ambiental, la ecología política puede ser asumida como la disciplina que se ocupa de los conflictos que animan y expresan a un tiempo las interacciones entre los sistemas naturales y los sistemas sociales a lo largo del tiempo. De este modo, ella vendría a ofrecernos la dimensión política de la historia ambiental, en una doble relación de la mayor importancia para ambas.

La política, a fin de cuentas, es el medio por el cual nuestra especie construye su propia historia, que es también por necesidad la de sus relaciones con el resto del mundo natural. No lo hace sin embargo a su antojo, sino en el marco de la tradiciones, las restricciones y las opciones creadas por las generaciones precedentes, sea prolongándolas, sea contradiciéndolas y transformándolas. Por lo mismo, la política también puede ser entendida como cultura en acto, esto es, como una práctica social ejercida desde una visión del mundo históricamente determinada.

La incorporación de lo ecológico a la política así entendida constituye sin duda una clara y rica expresión de los modos en que las determinaciones y las opciones de nuestro tiempo van tomando forma y encontrando sentido en una cultura ambiental nueva. Esa cultura expresa una circunstancia histórica marcada por la eclosión de todas las contradicciones y todos los conflictos acumulados a lo largo del proceso de formación, y de las transformaciones, del moderno sistema mundial. Verdaderamente, nos encontramos otra vez ante un momento en que todo lo que ayer parecía sólido se disuelve en el aire, y en que carecemos aún de las categorías necesarias para interrogar a la realidad que emerge de manera nueva.

Es natural que, en el plano de la cultura, éste sea un tiempo de metáforas como las de desarrollo, ambiente y sostenibilidad, que aluden y eluden de manera simultánea la raíz de los problemas que nos aquejan. Esto no significa que se trate de un tiempo de ambigüedades – por más que existan sectores conservadores que las ejercen de manera deliberada para distorsionar y desdibujar los términos del debate. Sí implica, en cambio, que estamos en un momento de polisemia, en el que los problemas son abordados desde múltiples perspectivas de significado no excluyentes entre sí.

Es allí, precisamente, donde cabe buscar la clave de necesidad y de dificultad de nuestra tarea. Todos los discursos de la certidumbre –desde el neoliberalismo hasta el tardoestalinismo– son meros estertores de un mundo que ha dejado de existir. Hoy nosotros, los humanos, somos muchísimos más –y vivimos más años– que nunca antes en nuestra historia: al menos 6.500 millones, según estimaciones recientes. La presión de nuestra especie sobre todos los ecosistemas del Planeta ha alcanzado ya –y tiende constantemente a sobrepasar– una escala que ayer apenas podía parecer inimaginable.

Y nuestros modos de estar en el mundo también han experimentado ya cambios de enorme complejidad. Somos ya una especie fundamentalmente urbana, que ha estructurado sus relaciones de poder, organización y trabajo a escala planetaria. Un archipiélago de enclaves de prosperidad se sostiene sobre la labor de enormes masas de un proletariado periférico, que trabaja y vive y sufre en condiciones aún peores que las descritas por Charles Dickens y Víctor Hugo para los países centrales del siglo XIX, y por Frantz Fanon para el mundo colonial. Contamos ya, también, con las nuevas Leyes de Pobres gestadas en las políticas migratorias de la Unión Europea y la Unión Norteamericana, y en las últimas fronteras de recursos de Asia, África y América Latina, se renueva a escala de ecocidio la tragedia de los Bienes Comunes.

Es la escala de este drama, y la de sus implicaciones, la que demanda un abordaje de los conflictos de relación de nuestra especie con el mundo natural desde una perspectiva política, esto es, desde la identificación y la ponderación de nuestras opciones de futuro, en el más activo de los sentidos. Problemas nuevos, actores nuevos, circunstancias inéditas, requieren abordajes innovadores. Y mucho de lo innovador en esos abordajes, mucha de su eficacia, dependerá de nuestra capacidad para incorporar los mejor del pasado a la construcción de un futuro mejor.

Estrategia es política, decía Martí, que exige plan contra plan. Otros, en su infinita necrofilia, han encontrado ya –y promueven– nuevas oportunidades de ganancia en la agonía misma de la civilización de la que surgen los peligros que nos amenazan. A nosotros nos toca otra tarea: la de contribuir a la defensa de la vida frente a la muerte que la circunda, para hacer de la agonía de la civilización que perece el camino hacia otra, en la que el desarrollo de nuestra especie llegue a ser sostenible por lo humano que llegue a ser. Plan contra plan, en efecto: éste es el trazo fundamental del nuestro.

G. Castro Herrera es Licenciado en Letras y Doctor en Estudios Latinoamericanos y presidente de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental.