Sobre el concepto de «desarrollo humano»: El largo y sinuoso camino
por Roberto A. Follari – En épocas de moda de la desconstrucción, entendemos de utilidad deconstruir un tanto la idea del Desarrollo Humano como «nuevo paradigma». No como modo de impugnarlo; sino por el contrario, como estipulación de precisiones útiles para poder hacer más efectivas las condiciones de su ejercicio.
Es, por supuesto, por demás común hablar de «paradigmas» en relación con las ciencias sociales. Sin embargo, resulta un tanto confuso, si se atiende al significado que la categoría de «paradigma» alcanzó en la obra de T. Kuhn, quien fuera sin duda el que la impusiera en el campo de la filosofía de las ciencias, aunque hubiera conocido referencias anteriores (1). Para este autor, no existieron ejemplos en ciencias sociales de la existencia de paradigmas; es más, supuso que las ciencias sociales serían «pre-paradigmatícas»(2). Esto no era casual o episódico: la idea de paradigma presupone el acuerdo de la comunidad científica en pleno en relación a una «matriz disciplinaria», es decir, un plexo de problemas relevantes, metodologías de abordaje y propuestas validables de solución y de lo aceptado como prueba (3)
Tal nivel de acuerdo es imposible de conseguir respecto de problemáticas de índole social. Resulta constitutiva de la toma de partido teórica en estas, la posición axiológico/ideológica que las sostiene. Es imposible homogeneizar los puntos de vista acerca de los modelos deseables de sociedad, y consiguientemente lo es el acordar en los esquemas conceptuales orientadores de la mirada sobre la realidad social.
Siendo así, no puede haber «paradigmas», en cuanto no existe acuerdo posible de la comunidad científica; mucho menos aún lo habría si es que extendemos la necesidad del acuerdo a sectores sociales ajenos a la práctica científica, entre los cuales la diversidad de puntos de vista se combina con la de prácticas sociales, tipo y complejidad de acceso a información, influencia contextual (como se sabe, mucho más presente en los lenguajes naturales que en los de la ciencia), etc.
No es bizantinismo intelectual lo que nos lleva a formular la imposibilidad de entender el desarrollo humano como paradigma. Lo es el equívoco que podría conllevar: la suposición larvada de que constituye la base para un consenso lograble, de que cabe la posibilidad de establecer al respecto un acuerdo de los diferentes sectores sociales involucrados.
El Desarrollo Humano como concepción –es así como preferimos denominarlo– está condenado a coexistir con otras concepciones diferentes y en su caso antagónicas; y el peso relativo que llegue a conseguir en la lucha por la construcción social de sentido estará dado en un campo atravesado por el enfrentamiento de posiciones, no en el de la posibilidad de algún acuerdo consensual relativamente generalizado.
Ello implica asumir que su punto de vista no depende de alguna fuente de verdad intrínseca –si es que algo como esto fuera hoy sostenible desde el campo de la filosofía, cosa que descarto (4)–, sino de su lugar de enunciación, circulación y consumo o utilización dentro del campo de la lucha por el poder dentro de la sociedad. No es que «por ser verdadero pudiera expandirse», sino que su capacidad de expansión determinará la posibilidad de que fuera tomado mayoritariamente (o por lo menos extendidamente) como válido o «verdadero».
De modo convencional puede -entonces- sostenerse la categoría de «paradigma», utilizada en los Informes sobre Desarrollo Humano asociados a la iniciativa del PNUD (5); pero debe hacérselo con la condición de asumir explícitamente la noción de que estamos ante un espacio de agonística general como es el de la sociedad –más aún la posmoderna con sus múltiples juegos lingüísticos con legitimaciones diferenciadas (6)– en el cual no existe ningún acuerdo tendencial, ni posibilidad de reducción argumentativa de las antinomias de intereses que motivan la diferencialidad de puntos de vista acerca de los modelos de sociedad. La noción de Desarrollo Humano es una apuesta, una apuesta valiosa dentro de ese campo de fuerzas: nunca un platónico acogerse a una postura que pudiera resultar trascendental o ajena frente a las presiones e intereses que motivan el desconocimiento de los derechos que el Desarrollo Humano reconoce y propugna.
Tampoco podría decirse que la concepción del Desarrollo Humano fuera estrictamente «nueva». En realidad, reconoce explícitamente una extensa tradición en el pensamiento Occidental, particularmente en referencia al pensamiento social de la Iglesia Católica: no son vanas las referencias a Juan Pablo II, al cristianismo original o a un sacerdote como Lebret, en la bibliografía especializada (7). Por supuesto, esto no significa ni que desde el catolicismo todos sus seguidores asuman este tipo de pensamiento, ni mucho menos que todos los que lo sigan tengan relación explícita de adhesión alguna a los principios católicos o cristianos en general. Más bien nos encontramos ante una influencia constatable a lo largo del desarrollo del pensamiento y de la ética práctica de Occidente, que ha alcanzado peso cultural específico en tanto ha pasado a ser parte del «sentido común socialmente compartido» por sectores considerables de la sociedad, lo cual ha llevado a que desaparezca en buena medida su impronta de origen (8).
Pero lo cierto es que la insistencia en las necesidades humanas y su nivel de satisfacción como indicadores de un desarrollo integral, dejando de lado el utilitarismo brutal de quienes miden el desarrollo con sola referencia al PBI, ha sido históricamente propia de la tradición del pensamiento social cristiano, en abierta oposición con el liberalismo individualista y contractualista, que encuentra sus orígenes en la tradición subjetivista propia de la filosofía de la modernidad, abierta por el solipsista «yo» del pensamiento de Descartes (9).
Por supuesto, la concepción del Desarrollo Humano incluye aspectos nuevos que eran impensables en previos momentos de la historia: la noción de desarrollo sustentable y el consiguiente cuidado del medio ambiente, la referencia a las funciones específicas de la investigación y la técnica en época de complejización y diversificación tecnológica, el rol de la mujer en tiempos de eclipse de la sociedad masculinizada, son todos acápites inéditos que guardan un lugar de peso en esta concepción. Pero se inscriben dentro de una constelación de sentido que es previa, y que los posiciona como aplicaciones específicas de ciertas ideas generales preexistentes: particularmente, la interpretación de la «persona» como más que el individuo y aún que el ciudadano, la noción de que cada persona es un fin en sí a la vez que para poder realizarse como tal, requiere irrenunciablemente de la satisfacción de necesidades básicas que están por encima de los acuerdos formal/legales sobre contrato social o participación limitada a la elección y delegación de representación dentro del sistema político.
Estas nociones se incluyen en realidad dentro de la pugna que el pensamiento católico sostuvo con el liberal durante el desarrollo de la modernidad: sin duda que es al liberalismo al que debemos la insistencia en las libertades individuales y en la no-reducción del sujeto a las condiciones generales del sistema social imperante, por cierto ideas que nunca han alcanzado plenitud de hegemonía y ejercicio en Latinoamérica toda, ni en Argentina específicamente (10). En este sentido, la insistencia en el tema de la irrenunciable libertad de los sujetos por la concepción del DH, reconoce una tradición que ha sido antagónica con aquella que es predominante en su propia configuración, lo cual es plenamente admisible en un momento histórico en que podemos hacer balances y recoger los frutos que entendamos valiosos de tendencias diversificadas del desarrollo ético y cultural.
Esto nos alerta respecto a que a veces la insistencia en los derechos sociales se ha ligado en Argentina a morales cuasi fundamentalistas (de nueva cristiandad), que han querido tutelar éticamente a la sociedad con modelos unívocos, o han pretendido someter la conciencia individual al imperio de controles y censuras exteriores. Afortunadamente, este lastre ha sido por completo abandonado en la concepción del DH, pero no está de más subrayar la necesidad de no co-implicar los aspectos problemáticos de la antimodernidad ético-religiosa, con aquellos que hoy podemos rescatar como válidos.
Precisamente la modernidad al desgajar al sujeto individual del contexto, y al separar lo jurídico-formal de lo material, ofreció las condiciones para la des-responsabilización en relación a los demás seres humanos, y para la conformidad con la consagración legal de determinados derechos, por fuera y encima de la realización concreta de estos en las condiciones vitales y materiales de existencia.
En este sentido, la tradición cristiana implicó la insistencia en la preeminencia de la comunidad por sobre el individuo, de la responsabilidad social por sobre el decisionismo individual, y de la satisfacción objetiva de necesidades por sobre la sola regimentación jurídico-formal de los derechos. Con el tiempo, las filosofías de Hegel y Marx «realizarían» en sistema filosófico estas tendencias: y aunque una visión superficial encuentre sideral distancia de estos autores con las tradiciones cristianas, es sabido que la obra hegeliana implica una aceptación inmanentista de la noción teísta del Absoluto, y que la obra de Marx es fuertemente escatológica, habiendo sido criticada precisamente por prometer la posibilidad de «el cielo en la tierra» (11). Bien: por lo apuntado es discutible cuánto de «nuevo» esté presente en la CDH (12). Lo cual también podría aparentemente resultar irrelevante; sin embargo, entendemos que vale la pena una reflexión al respecto.
En primer lugar, la suposición de que se trata de una concepción «nueva» puede conllevar –dentro del teleologismo occidental nunca del todo erradicado– la idea subyacente de una tendencia «natural» al reemplazo de lo «viejo», lo «previo». Algo así como: hasta ayer estaba el neoliberalismo, ahora llegó la CDH. Pero ello sería obviamente una ilusión: dado que la CDH –aún no configurada explícitamente y no objetivada con ese nombre– ya existía cuando logró imponerse mayoritariamente –no unánimemente, de acuerdo a lo ya apuntado– la concepción neoliberal. Esta triunfó en ese momento por sobre aquellos que propugnaban –bajo ropajes doctrinarios diferentes–sostener los derechos hoy defendidos por la CDH, ahora con una definición tal vez más explícita e intersubjetivamente acordada.
Pero más decisivo sería mostrar que en realidad de lo que se trata en este momento no es de una lucha entre «paradigmas», o mejor concepciones –según lo apuntado– mutuamente diferentes en pugna por una mejor escucha o mayor aceptabilidad: esto es un punto decisivo, pero la lucha por la hegemonía discursiva no es decidida fundamentalmente por factores intradiscursivos. Es decir: si el neoliberalismo se impuso desde los ochentas, no fue porque súbitamente alcanzó mejores razones doctrinales que las ya expuestas –por ejemplo– desde la formación de la Fundación Mont-Perelin a fines de los cuarentas (13). El catecismo doctrinario del libremercadismo absolutizado es bastante limitado, y ya estaba prefijado en épocas de Estado de bienestar y de derechos sociales crecientemente asistidos. Su éxito no surgió de la transparencia supuesta de sus «verdades», sino llegó cuando la relación de fuerzas económico-sociales le permitió imponerse. El final de un modelo de acumulación centrado en el Estado, la crisis de las economías capitalistas centrales y el salto tecnológico que reforzó las ventajas del Primero por sobre el Tercer Mundo, más la acumulación de deuda surgida como fruto de los capitales excedentes del aumento del precio del petróleo, dieron por resultado la posibilidad de imponer la idea de liquidación del Estado como la gran solución económica. El aumento de la concentración de la riqueza se acompañó de un pensamiento que la legitimó; pero este no se impuso autónomanente, sino como parte del movimiento general de reconfiguración capitalista de conjunto.
En este sentido, suponer la «novedad» de la CDH sería no sólo no advertir su previo enraizamiento en espacios decisivos del sentido común sedimentado, y de las tradiciones en curso en la cultura occidental; sería también obturar la posibilidad de advertir que su imposición o fracaso no depende en absoluto de condiciones «temporales» como su novedad o añeja presencia, en tanto se está dependiendo de factores que nada tienen que ver con ello: las relaciones de poder –a nivel político, pero cada vez más sobre todo económico (14)– son aquellas en que el juego discursivo se inserta como uno más de sus componentes efectivos. La CDH no es lo nuevo que viene a reemplazar a lo caduco, sino más bien una expresión –conceptualmente configurada y con considerables logros internacionales de consenso–, en relación a necesidades de antes y de ahora, y que para nada puede prometer futuros acordes a sus previsiones, sino más bien ofrecer espacios abiertos de confrontación de posiciones e intereses donde va a jugar su rol en pro de mayor justicia distributiva, mayor participación social, mejor apertura de los sistemas políticos a las demandas explícitas y potenciales.
De modo que el Nuevo Paradigma del DH es –tomado metateóricamente, es decir, asumido como objeto de análisis y no a partir de su propio discurso sobre sí– una concepción alternativa sobre el Desarrollo. Que soporta todo aquello que corresponde a una concepción por ahora no hegemónica: la brega por imponer su capacidad de convencimiento acerca de la validez de sus posiciones y argumentos, por vía de la validez intrínseca que a ella se le asigne desde distintos espacios de composición social; pero además, la conciencia de que su capacidad de inserción y logro depende también de su posibilidad de remover obstáculos que no pasan por el solo convencimiento, sino que hacen a relaciones de poder. Un desarrollo justo afecta intereses que permanecen aferrados a la concepción neoliberal no sólo en razón de argumentos; estos justifican post-factum posiciones de defensa de los lugares adquiridos, y los obstáculos a posturas menos privilegiantes sobre el usufructo de bienes y servicios sociales, obviamente no son ni exclusiva ni principalmente epistemológicos o cognitivos.
Déficits de participación en épocas posmodernizadas
La tecnocracia insiste en que no debiéramos discutir acerca de modelos sociales, de finalidades axiológicas de la acción: bastaría con remitirse a las técnicas, a la razón instrumental, a criterios puros de eficacia. Ya la Escuela de Frankfurt supo criticar la idea de administración total propia de la sociedad contemporánea: ella servía en un solo movimiento, para regimentar y controlar las crisis sociales, a la vez que para legitimar el acto mismo de la regimentación.
Todo esto regresa actualmente en las nociones de marketing, consumo inducido y en el encuestismo generalizado, que direcciona las acciones en concordancia con sus efectos en la conciencia pública, por supuesto no en orden a una democracia sustantiva, sino a una administración del consenso en los actos producidos por aquellos pocos que monopolizan privadamente los espacios públicos y la representación política.
En épocas regidas por tal aridez en cuanto a parámetros normativos, seguramente se hace necesario –pero por otra parte queda opacada tal necesidad– la apelación a una discusión del modelo de sociedad necesario, cada vez más –en épocas de globalización– escondido tras la idea de que nada puede hacerse y que el modelo actual de desarrollo sería fruto ineluctable del devenir autónomo de la economía.
Ya se advertía en el siglo pasado sobre el efecto de fetichismo: la historia la hacen los hombres, pero su cristalización objetivada se les aparece como ajena e incontrolable, por lo cual el hombre mismo no se reconoce en su hechura, y aparece impotente frente a lo que parece un destino natural, y sólo es el fruto de sus actos.
La «razón instrumental» de los frankfurtianos se continuó en tiempos posmodernos en la «performatividad generalizada» de que habla Lyotard (15): criterios de eficacia que reemplazan a los de verdad, desaparición de la especificidad de los discursos teóricos para remitirlos a su denigración por vía de la falta de rendimiento pragmático inmediato, y triunfo definitivo de las razones del valor agregado del producto y de la ganancia por sobre las de cualquier argumentación sustantiva.
Sólo que Lyotard asumió que finalmente la performatividad se negaba a sí misma por vía de la paralogía: se requeriría de capacidad de creación permanente, de reinvención desde el comienzo, precisamente para poder superar a otros en la lucha por el rendimiento (16). La disputa por la hegemonía tecnológica implicaría ser capaces de superar a los otros no por la mera repetición y afinamiento de esquemas prefijados, sino por la posibilidad de pensar a-programáticamente, de romper moldes, de des-situarse en relación a lo ya establecido.
Pero este optimismo de Lyotard parece poco sustentado, y está definido más por su identificación de lo posmoderno con las vanguardias –exactamente a la inversa de lo que afirma todo el espectro teórico sobre este tema (17)–, que con una determinación de lo que realmente sucede. No en vano últimamente el romance de Lyotard con el posmodernismo ha entrado en severa crisis (18): sin duda que lo que se produce actualmente se acerca más a las características de la ciencia normal que a las de la revolucionaria, siguiendo en esto a Kuhn.
Al respecto, puede retomarse la sugerencia de R. Rorty respecto de la diferencia entre la apelación a hermenéutica y epistemología, según se esté asentado en períodos de innovación o de mantenimiento de los supuestos previos (19). Sin duda que existe supremacía del momento aquí llamado «epistemológico», y no podría ser de otro modo: sólo una metafísica de la originalidad y la ruptura podría llevar a pensar en la renovación permanente como predominante por sobre la apelación a supuestos que se establecen y mantienen en estado de naturalización.
De modo que son estos, tiempos de imposición de la performatividad por sobre los criterios de renovación conceptual, de la eficacia por sobre la construcción de la referencialidad teórica, y por tanto de negación a la discusión sobre el tema de las finalidades de la ciencia y de la acción humana en general, opacado por la búsqueda de rendimiento del conocimiento al servicio del mercado.
Como se ve, la necesidad de una concepción alternativa de las finalidades es fuerte, dado su inexistencia y oscurecimiento: pero ello mismo muestra la dificultad para poder ubicarla con fuerza dentro de coordenadas culturales para las cuales la discusión acerca de qué ser humano queremos, o qué sociedad es la mejor, parece como ajena a los criterios de racionalidad vigentes, y por ello simplemente impensable, cuando no lisa y llanamente no pasible de discusión con criterios racionales.
A su vez, los tiempos del narcisismo posmoderno son los que Lipovetsky ha llamado de «personalización». Proceso que este autor asume de manera unilateralmente celebratoria, sin duda conlleva algunas de las características que él le confiere: abandono de las morales «duras», de las utopías generalizantes y de los autoritarismos que a veces se le han ligado:
y asunción de conductas tenues, «flotantes», con adhesión a valores cercanos y «a escala humana» inmediata. Esto llevaría –afirma Lipovetsky– no a una caída de la moral, sino a nuevos modos de esta, a la vez más factibles y humanistas: ocuparse de la pobreza no por vía de la política sino de pequeños aportes económicos, o asumir compromisos que al no ser demasiado exigentes estaremos en posibilidad de realizar, y que no nos malquistarán con nosotros mismos o con los demás (20).Como se ve, todo un programa de reducción de la intensidad hacia un ablandamiento de la obligación: en este post-deber, si bien no todo está permitido, está claro que la permisividad triunfa y que la exigencia tiene escasa cabida.
Carece de todo sentido abogar en pro de éticas autoritarias contra las cuales el pensamiento crítico bregó por largo tiempo: recuérdese la cultura del rock de los setentas, o las críticas a la familia en la misma época. Pero por otra parte, parece que estaríamos lejos de un sano equilibrio entre un superyó tiránico y uno laxo, entre obligaciones duras y descompromiso sosegado y fútil (21); por ahora, sólo habríamos llevado el péndulo de un extremo al otro, y la celebración sin matices que suele practicar Lipovetsky sobre la cuestión, se nos hace poco responsable si es que miramos el tipo de mundo que tenemos en derredor.
Es que en realidad la falta de orientación normativa propia de la época marca un problema central: déficit de sentido, imposibilidad de legitimación incluso de la vida personal. Aridez de justificaciones, ya que desde la libertad caleidoscópica del «todo vale» se puede pasar fácilmente a la depresión inevitable del «todo da lo mismo». Tiempo de alcoholismo juvenil, de consumo de drogas, de abandono de la política, de falta de criterios desde los cuales sostenerse, de un obstinado «no hay futuro».
En este panorama no es fácil encontrar espacios para la construcción de éticas renovadoras como la que propone la CDH; esta parte de valores universalistas. Ya es dificultoso en épocas de acción orientada a la eficacia, la proposición de acciones orientadas por valores: pero más aún lo es si estos no aparecen como particularistas o ligados al pequeño grupo, sino generalizante, basada en criterios de universalidad propios de la mentalidad moderna, abstracta y racionalizante.
Frente a este dilema, hemos conocido algunas reacciones: una es la de buscar una nueva fundamentación de la ética que se adecuara a estos tiempos, como hemos visto en autores que remiten a la obra de Levinas (22). En ese caso se apela al tema de la otredad como posibilidad de reasumir la ética con la fuerza de incondicionalidad y universalidad que el imperativo categórico implicaba en Kant. Otro intento interesante de pensar la ética dentro del talante posmoderno, sitúa la cuestión como canibalización de la experiencia, como capacidad para asumir la otredad desde la propia corporeidad en tanto esta encarne en la variabilidad de experiencias interculturales e hibridizantes que la época de los viajes y de la imagen generalizada permiten (23). En ambos casos hay una adecuación a las condiciones de este tiempo, y una búsqueda de repensar los términos a partir de los cuales se pueda recomponer la posibilidad de la crítica a partir del reconocimiento de la exterioridad del otro, y del compromiso que tal exterioridad determina.
A pesar de los innegables hallazgos de ambas posiciones, creo que muestran las dificultades que los nuevos tiempos proponen para fijar criterios normativos. No sólo ha estallado la sociedad en fragmentos y es difícil convencer a todos a la vez (en tanto los parámetros legitimatorios son diferenciados, mutuamente inconmensurables y a menudo incluso contradictorios), sino que es difícil que hoy una noción como la de fundamento tenga algún sentido. Carece de peso hoy la idea de fundar la ética en algún principio arquimédico: nadie haría caso de ese tipo de apelaciones típicamente modernas. De modo que la primer opción de nueva ética, basada en la exterioridad del otro como imposibilidad de reducción o objeto, choca no sólo con la experiencia cotidiana de objetivación de los otros concretos a fines de la lógica del rendimiento, sino también apela a una idea fundante, o una experiencia que obre como tal. Pero es poco fecundo hoy buscar fundar filosóficamente éticas universales, cuando es probable que resulten universalmente ignoradas por los agentes sociales, que operan actos causados pero no fundados: es decir, que están regimentados desde la lógica objetiva del funcionamiento del sistema social, y no por la deducción del obrar correcto a partir de principios generales.
La segunda opción resulta más cabalmente posmodernizada que la primera, es decir, no apela a una nueva fundación, sino simplemente a una posibilidad de inmersión en la experiencia actual. Pero probablemente, en la necesidad que tanto tenemos de refundar la esperanza, pone en esta experiencia una expectativa excesiva. La fusión en lo carnavalesco y lo múltiple, el camaleónico mezclarse en la diversidad y disolverse en ella de manera a veces dionisíaca y a veces esforzada, no puede llamar a engaño respecto de la liquidación del peso o de la intensidad, que la inmersión en lo diverso guarda en esta época. No es tiempo de vivir el extrañamiento como descubrimiento de la otredad, sino más bien como experiencia gozosa y asunción narcisista. Desde este punto de vista, la diversidad experiencial se parece hoy a la del flujo de imágenes en la variabilidad indiferente del «zapping» televisivo: todo cambia todo el tiempo, y a tal punto que nada cambia en absoluto, pues no hay tiempo ni posibilidad de elaboración para apropiar la experiencia, para incorporarla con densidad y peso específico.
Creemos que mejor sería no pensar en términos de fundación de la ética actual, ni depositar una fuerte expectativa en la experiencia de la diferencia como disparador. Se nos ocurre –dentro de un camino necesariamente tentativo– que habría que pensar simplemente en términos de ciencia la necesariedad de la Ley, de la norma, y de la ética que la sostiene. Como propusiera Freud (24), la convivencia es impensable sin la norma que limita el acceso a los bienes y a los otros, tomados como objeto pulsional. Imposible vivir sin poner límites a la agresión y a la posesividad. No se necesita justificar esto de manera trascendental: es una simple necesidad fáctica.
Los concretos contenidos que la moral asuma serán tomados simplemente de las tradiciones históricas específicas de determinadas comunidades. Son como son no por ser necesariamente las mejores, o por responder a platónicas o habermasianas pretensiones de universalidad; simplemente, por ser aquellas que para una comunidad determinada han aparecido como las deseables, dentro por supuesto del interjuego de opciones que cada sociedad tiene, incrementado sinérgicamente hoy por las posibilidades de la permanente influencia intercultural.
Es decir, las creencias desde las cuales el pacto social de convivencia se sostiene en realidad son no-fundantes, se sostienen sobre el vacío (25), responden a un arbitrario cultural que se reviste de racionalidad o de fe, pero que en todo caso son inevitablemente contingentes, y deben asumir su no-necesariedad huyendo de las tranquilizaciones espiritualizantes del espíritu occidental y filosófico, de las consoladoras creencias en el fundamento, hoy en franca caída pero no sin tardíos mentores.
Por ello, la apuesta a la CDH no puede presentarse como la única razonable o la universalmente mejor, sino como aquella más acorde a ciertos valores que nuestras sociedades asumen: solidaridad, justicia, libertad, cuidado del ambiente. No en todas partes – menos en todos los tiempos – se ha asumido estos puntos de vista. Su capacidad de convencer está en el arraigo a tradiciones, creencias y valores preexistentes, mucho más que cualquier apelación a una «objetividad» ética superior que no podría estrictamente sostenerse en estos tiempos.
Finalmente, el éxito de esta propuesta no está sólo relacionado con su calidad intrínseca, con el valor de convencimiento que sostenga, etc. En realidad, depende fuertemente de condiciones estrictamente políticas (en el sentido primero de esta expresión: como organización de lo social por la comunidad, no como referencia a algún aparato institucional específico donde se delegue la representación); de la capacidad para imponerse por vía de llegar a las instituciones, a los intersticios de la sociedad a la vez que a la capacidad de configurarse como nuevo sentido común, a través de la educación y la cultura cotidiana, de los medios masivos y de los aparatos escolares e incluso de ONGs y algunas Iglesias.
Dicho de otro modo: se trata de una iniciativa que sólo alcanzará espacio ganándoselo de hecho en la disputa social por la interpretación. En dicho vasto y polifacético campo – donde el neoliberalismo ya no está en pleno auge pero aún predomina – es donde hay que ir situando una prolongada batalla por la hegemonía, sabiendo que para ciertos estamentos del poder las razones que los enfrentan no son atendibles: no habrá racionalidad –que no sea la de la construcción de fuerza consensual colectiva– que convenza a los más privilegiados de que hay un lugar en la historia también para los muchos ahora excluidos.
Y en cuanto a qué noción hacerse de la organización social necesaria para un proyecto de despliegue social de los fines de la CDH, resulta de importancia hacer referencia al tipo de política al que cabe atender. Cierto es que la política centrada en un aparato especializado ha sido acertadamente criticada: es lo que se ha llamado «forma burguesa de la política», abandono por la sociedad de su soberanía hacia unas pocas manos que se arrogan el decidir en su nombre. Y consagración de la distinción público/privado, dejando esto último fuera del ámbito de la reflexión y la práctica en cuanto a su institucionalización y su organización. Pero contrariamente, es también un tanto indeterminada la apelación a la «sociedad civil» que encontramos en los documentos de la CDH (26). No se trata de superar una unilateralidad con la unilateralidad complementaria. Antes, todo en el Estado. Ahora, la esperanza se deposita «in toto» en la denominada sociedad civil.
Naturalmente, la dirección de la sociedad por sí misma puede ejercerse en la medida en que lo hace sin mediaciones tales como la representación en el Estado. Pero esta es una cuestión sumamente compleja: en realidad, la sociedad civil se institucionaliza para funcionar, de modo que la sociedad a su vez se «representa» en instituciones determinadas. Por ello, si P. Anderson consideraba que Gramsci fue ambiguo al situar a menudo a la sociedad civil dentro de su concepto de «Estado ampliado»(27), advirtió que tal ambigüedad respondía a una condición de la lectura política: las instituciones de la sociedad civil continúan acciones del estado en la construcción de hegemonía; implican jerarquización interna, intereses específicos y burocracias propias, además de competencia por el reconocimiento y las posibilidades de acceso a financiamiento, tal el caso de las ONGs (28); se suelen asociar al Estado o a algunos de sus organismos particulares, con fines políticos o económicos. Es decir: las llamadas instituciones de la sociedad civil no son lo otro bueno del Estado malo, sino más bien modos diversos y más diseminados de organización donde lo social se expresa, pero también por medio de representantes.
Por otra parte, la sociedad civil no reúne a su interior toda la potencialidad política del momento. Dicho de otro modo: hay también un discurso neoliberal que reemplaza al Estado por el mercado. Pero como decir esto así no queda demasiado legitimado, se dice reemplazar al Estado por iniciativas de la sociedad, de «la gente», etc. Es decir: hay una política neoliberal que –con otro lenguaje– podría coincidir en la idea de desplazar al Estado por la sociedad, en realidad por ciertos poderes hegemónicos dentro de esta.
La CDH tiene una noción diferente de aquello a que llama sociedad civil, que es inconfundiblemente diversa de aquella del reinado unilateral del mercado. Pero a su vez debe cuidar de no quedar entrampada en algún tipo de coincidencia práctica, por ejemplo en cuanto al distanciamiento respecto de lo estatal. Conviene no oponer simplemente sociedad civil y Estado, pensarlos en complementariedad / oposición, en un juego movible de fuerzas donde las posibilidades de libertad y asociación en lo civil responden a políticas ejercidas desde el aparato estatal, o donde hay que presionar a este desde lo civil para lograrlas. Es decir: lo que pase a nivel de políticas en el ámbito estatal tiene peso en las posibilidades de acceso a derechos por la sociedad civil. Por ello, la apelación a políticas estatales sigue siendo de importancia, aún cuando sea imprescindible organizar a la sociedad para que esta vaya gestionando cada vez más por sí misma los procesos.
En todo caso, nos importa llamar la atención de que aquello que no se resolvió por políticas estatalistas, no lo hará mágicamente por abrir la mirada hacia la sociedad civil, como si constituyera por sí una panacea de posibilidades, y como si fuera un espacio autonomizado por completo en relación a la influencia de las políticas estatales. Más bien, mientras exista el Estado habrá también que presionar –desde la sociedad– para que sus políticas atiendan los derechos de las mayorías cada vez más desprotegidas. En todo caso, la CDH tiene que trabajar por la democratización radical y máxima de las organizaciones que dicen representar a la sociedad, en el ámbito civil tanto como en el estatal. Y en este último, proceder a un fuerte cambio de las reglas del juego, exigiendo que las formas clásicas de la representación sean repensadas para evitar la total delegación de poder a que hoy asistimos (establecer revocación de mandatos, imposibilidad de reelección no sólo para ocupar el mismo cargo sino cualquiera, lo mismo para la dirección de los partidos políticos; exigencia de un número determinado de referéndum y consultas populares explícitas por año, en relación a temas a determinar por organismos sociales, etc.). Más que enfatizar en el peso de la sociedad civil, hay que hacerlo en refundar sus modos de participación y representación, al igual que aquellos que se ejerce en las instituciones estatales.
Notas y referencias
(1) T. Kuhn remite al uso de la noción de «paradigma» por Wittgenstein (ligado a su idea «pictórica» sobre el lenguaje), en su célebre La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México.
(2) Creemos que la idea de «pre-paradigmáticas»aplicada a las ciencias sociales encierra el prejuicio propio de la filosofía de la ciencia anglosajona en pro de las ciencias físico-naturales, presentadas como modelo a seguir; además, supone una teleología implícita, según la cual necesariamente se debe «llegar» con el tiempo a la referida madurez, consistente en configurar paradigmas por acuerdo de la comunidad científica. Las ciencias sociales –estimo– son en realidad (y lo seguirán siendo) «a-paradigmáticas».
(3) T. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, op.cit.
(4) Es bien sabido hoy –aunque menos en Argentina que en otros sitios, por la tardía predominancia doméstica de epistemologías de cuño empirista y cuasi positivista–, que existe amplia hegemonía mundial de epistemologías no normativas, basadas en el pragmatismo (caso R. Rorty), en el abandono de que la noción de verdad refiera a «adecuación» (D. Davidson), e incluso en la remisión de toda aceptación de las teorías a las peculiares condiciones sociales que determinan tal aceptabilidad (B. Barnes).
(5) Primer informe argentino de Desarrollo Humano, Senado de la Nación, Buenos Aires, 1996.
(6) J. Lyotard, La condición posmoderna, Rei Argentina, Buenos Aires.
(7) Ver referencias en Primer informe argentino de D.H., op. cit., a Juan Pablo II en Introducción, p.25; a Lebret, E. Mounier y la Doctrina Social de la Iglesia en p.73; al cristianismo «primitivo», pp.35-36, etc.
(8) Recordamos aquí la noción de «cultura» que utilizaba M. Scheler: «todo aquello que queda en nosotros cuando hemos olvidado dónde lo aprendimos.»
(9) Como bien lo señala A. Ezcurra en el documento del Instituto de Des. Humano de la Univ. de Gral. Sarmiento «Fundamentos, objeto y campo de acción», Buenos Aires, dic. 1996, p.4: «Por otro lado (el paradigma del Des. Humano), implica una ruptura con el concepto de desarrollo que fue fundante de la modernidad.»
(10) Al respecto, los países latinoamericanos –y muy particularmente Argentina– han sobrepuesto a menudo la noción organicista de «orden» por sobre la de libertad, lo cual mantiene un sesgo muy representativo del corporatismo católico. Ello ha servido para justificar –incluso por parte de la población– dictaduras, tanto como autoritarismos prácticos dentro de gobiernos formalmente democráticos. La tendencia a «meterse en la vida del otro», y juzgarlo con los propios parámetros es expresiva, en la vida cotidiana, de esa actitud.
(11) Las primeras obras de Hegel fueron abiertamente teológicas, y es obvia la influencia de Hegel en Marx. Lo que de «escatológico» hay en este último lleva a pensar que lo suyo es una religión «terrenalizada», lo cual ha llevado incluso a algún autor a arriesgar afirmando «El cristianismo de Marx» (Porfirio Miranda, México, 1982)
(12) De ahora en más, en nuestro escrito la Concepción del Desarrollo Humano es CDH.
(13) Ver nuestro libro Los obispos de EE.UU. contra Reagan, Universidad Nacional de San Luis, Argentina, 1988, cap. II, donde se analiza los orígenes del neoliberalismo.
(14) Vemos actualmente cómo la política va perdiendo su eficacia propia debido al aumento de la concentración económica, y a la globalización, incluso como proceso intercultural.
(15) J. Lyotard, La condición posmoderna, op. cit.
(16) Ibid.
(17) Las vanguardias no son posmodernas, en todo caso se asocian al posestructuralismo todavía crítico y fuertemente moderno. Ver artículos en H. Foster, La posmodernidad, Ed. Kairós, Barcelona, 1986
(18) J. Lyotard, Moralidades posmodernas, Tecnos, Madrid, 1996. Desde el epígrafe puede constatarse la nueva posición de Lyotard (este texto ha sido escrito previamente a la muerte de J. Lyotard, acaecida en abril de 1998).
(19) R. Rorty, La filosofía y el espejo de la Naturaleza, cit. en Klappenbach, Augusto: Etica y posmodernidad, Univ. de Alcalá de Henares, España, 1990, p.28
(20) G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Anagrama, Barcelona, 1994
(21) G. Balandier, El desorden: la teoría del caos y las ciencias sociales (Elogio de la fecundidad del movimiento), Gedisa, Barcelona, 1990. Se advierte en esta obra sobre el «péndulo» que rige la primacía del orden o del caos en el pensamiento científico, ligado al que lo rige en el pensamiento cotidiano. De la predominancia del orden (superyó rígido) pasamos a la del caos (laxo), y seguramente sobrevendrá algún tipo de nueva situación dentro de esta tensión, que no sostenga en exclusividad ninguno de los dos polos.
(22) A. Klappenbach, op. cit.
(23) M. Hopenhayn, «Tribu y metrópoli en la posmodernidad latinoamericana», Santiago de Chile, 1997, artículo a publicar en recopilación sobre Posmodernidad en Latinoamérica, a cargo de R. Lanz y R. Follari.
(24) S. Freud, El malestar en la cultura, varias ediciones
(25) C. Castoriadis: «La institución de la sociedad y de la religión», en su libro Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1988
(26) Primer informe argentino sobre D.H., cit., p. ej. p.64
(27) P. Anderson, «Las antinomias de Antonio Gramsci», en Cuadernos políticos núm 13, México D.F., julio-setiembre 1977
(28) Esto ha sido desarrollado en algunos escritos mimeografiados de J. L. Coraggio.
Roberto A. Follari es Profesor e investigador en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina). Autor de libros y artículos diversos: algunos versan sobre la cuestión de la posmodernidad y sus efectos en Latinoamérica. Versión modificada de conferencia dictada en la Univeridad Nacional de Gral. Sarmiento (Argentina), en torno a la problemática «Desarrollo humano como nuevo paradigma».